La existencia del mal ha dado mucho que pensar a los filósofos, los teólogos y los científicos. Para los creyentes, la dificultad es obvia: si existe un Dios infinitamente benevolente, ¿por qué permite el mal? La única respuesta posible viene a ser que el mal conduce de alguna manera al bien y que todo forma parte de un plan divino que se nos escapa. Aquello de Gottfried Leibniz: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles”.
Según científicos como Charles Darwin, el mal es condición indispensable para la evolución de las especies. Un filósofo ateo como Arthur Schopenhauer, afín a las teorías de Thomas Hobbes (“el hombre es un lobo para el hombre”), considera que el conflicto es consustancial a la especie humana y llega a una conclusión diametralmente opuesta a la de Leibniz: “Vivimos en el peor de los mundos posibles”. Es decir, bastaría con que fuéramos un poco más malvados o un poco más estúpidos (o que la naturaleza fuera un poco más destructiva) para que todo esto, o sea, nosotros, desapareciera.
El mal no son el dolor o la enfermedad, esenciales para la supervivencia y evolución de cualquier especie. Ni siquiera las catástrofes naturales, como el terremoto de Lisboa que tanto impresionó a Voltaire. El mal es siempre humano.
Las políticas basadas en el odio y la mentira, por ejemplo, forman parte del mal. En mi opinión, Vladímir Putin y Donald Trump se alinean en ese bando. Hay muchos más en una posible lista de malvados (lo es cualquiera que use la mentira para generar odio), al margen de ideologías.
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Más allá de esta lista aparecen personas y acontecimientos que pueden calificarse de mal absoluto. Lo más obvio, lo que más impacto ha ejercido sobre nuestra idea de la maldad en el último siglo, es el Holocausto. Un genocidio que, por cierto, no comenzó con “señalamientos” o “criminalizaciones”, sino que recurrió a siglos de antisemitismo de raíz cristiana y se basó en un programa político muy claro establecido en Mein Kampf (1925), el libro en el que Adolf Hitler afirmaba que las masas alemanas sólo podrían ser “nacionalizadas” cuando “los envenenadores internacionales”, o sea, los judíos, fueran “exterminados”.
Estamos ya en campaña electoral y cabe asumir que escucharemos muchas idioteces de un lado y de otro. Conviene ser conscientes, sin embargo, de que España disfruta ahora mismo de una época con bajísima violencia de índole política, algo bastante raro en los dos últimos siglos. Tampoco estaría mal recordar que la libertad no es algo que el Partido Popular, y menos Isabel Díaz Ayuso, haya logrado implantar con gran esfuerzo en Madrid. ¿Qué era el Madrid de Joaquín Leguina y Enrique Tierno Galván? ¿Pyongyang?
Repetir, como hizo Ayuso el otro día en referencia a Pedro Sánchez y a la izquierda en general, lo de “que te vote Txapote” (justamente el tipo que asesinó, entre otros, al socialista Fernando Buesa) es infame. Sugerir que en España se incuba un Holocausto va más allá y se adentra en el territorio del mal. Entiendo que la presidenta madrileña intenta que se hable de ella para mantener una cierta omnipresencia.
Pero bastará con un poco más de maldad y un poco más de estupidez para arruinar, como poco, la convivencia.
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