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El peor de todos nosotros

EL PAÍS

Desde que la idea del sufragio democrático consiguió imponerse a la sucesión hereditaria de los jefes de Estado, la noción subyacente al ejercicio del poder fue que este debía ser ostentado por “los mejores”. En ocasiones, esto solía ser malinterpretado, confundiendo esa categoría con las élites de un país. Pero en Estados Unidos, prácticamente desde los principios de la república, esa percepción fue rebatida con fuerza y cierto éxito.

Ya en el siglo XIX hallamos numerosos presidentes cuyo origen había sido extremadamente humilde (Abraham Lincoln, nacido pobre en una cabaña de lo más profundo del Kentucky rural, fue quizá el ejemplo más conspicuo), pero incluso mandatarios que procedían de familias acomodadas exageraban la escasez de sus inicios o intentaban compensar su evidente fortuna combatiendo en primera línea de fuego junto a los soldados rasos, un patrón que continuó durante buena parte del siglo XX.

La creencia latente bajo esta dinámica era que el presidente tenía que representar, de un modo u otro, lo mejor del espíritu estadounidense, bien fuera por su capacidad para alzarse por encima de unas circunstancias miserables, bien por la plasmación de su altura moral a través de la defensa del país, fuera en el campo de batalla o por una trayectoria marcada por la integridad.

Evidentemente, había un componente de hipocresía o ceguera voluntaria (ayudada por la prensa) en torno a esa concepción presidencial, y no pocos líderes mantuvieron vidas privadas poco ejemplares o fueron excesivamente tolerantes con la corrupción. Pero fue quizá con la guerra de Vietnam, el Watergate y las mentiras de los presidentes Lyndon B. Johnson y Richard Nixon sobre una y otro (en el caso de Nixon, sobre ambos) cuando la relación que mantenía el electorado estadounidense con la presidencia, un tanto sacralizada hasta entonces, empezó a quebrarse.

Las consecuencias de ese deterioro han sido corrosivas para la salud de la democracia en Estados Unidos y para la idea del presidente como fuerza unificadora de la nación. Los tiempos en que un ocupante de la Casa Blanca podía disfrutar de un índice de aprobación del 80% quedan cada vez más lejanos. Pero, y esto es lo más grave: la quiebra del principio de que el presidente tiene que ser “el mejor de todos nosotros”, unida a la creciente polarización de la política en Estados Unidos, acabó conduciendo a una degradación de la figura presidencial que conecta directamente con la elección de Donald Trump en 2016.

Es difícil imaginar un candidato que represente peor los valores conservadores tradicionales (la familia, el respeto a la ley y el orden) que Trump: su desordenada vida privada se une a una larga trayectoria machista que ha culminado en una condena en vía civil por abuso sexual y difamación. Pero eso se ve superado, si cabe, por el hecho de que tiene otros varios procedimientos abiertos por sustraer documentos secretos de la Casa Blanca, por fraude fiscal, por intentar subvertir el resultado electoral en Georgia y por incitar a una insurrección en 2020. Una sola cualquiera de estas acusaciones hubiera sido hace solo 25 años motivo de descalificación absoluto para cualquier candidato.

Sin embargo, los votantes del Partido Republicano reaccionan a todas estas imputaciones (¡y sentencias!) cerrando filas en torno a su candidato y jaleándolo en televisión, revelando que el virus del autoritarismo ha corroído el cuerpo político del antiguo partido de Lincoln. Aquí no cabe la equidistancia: el Partido Demócrata sigue funcionando como una fuerza política que respeta los resultados electorales, que es el principio básico en democracia. La mayoría de los votantes del Partido Republicano, al mostrar su apoyo a Trump, revelan que, para ellos, lo importante es el poder, aunque para obtenerlo haya que llevarse por delante esa misma democracia y usar como portaestandarte al peor de entre todos ellos, un hombre para el que la verdad lisa y llanamente no existe.

Es importante entender, por lo demás, que Trump no es una aberración, sino la consecuencia de una larga marcha que el Partido Republicano emprendió hace décadas, desde el momento en que decidió renunciar a sus raíces antiesclavistas y abrazó la causa de los segregacionistas sureños. En ese camino a la autocracia, el antiguo partido de Lincoln ha optado por restringir el sufragio, mantener a las minorías (étnicas, pero no solo) bajo control y usar los mecanismos antimayoritarios incrustados en el sistema político estadounidense (la fijación de las lindes de los distritos electorales por los propios legisladores, el Senado —en el que cada Estado tiene dos senadores pese a sus enormes diferencias de población—, el Colegio Electoral o el Tribunal Supremo) con el fin de poder gobernar pese a ser un partido minoritario (los republicanos han obtenido menos votos que los demócratas en siete de las ocho últimas elecciones presidenciales).

Y prueba de lo anterior es el hecho de que el principal candidato que puede disputarle a Trump la nominación republicana, Ron DeSantis, el gobernador de Florida que ha anunciado su candidatura esta semana, comparte no pocas características con el expresidente: desde su reelección al cargo este noviembre, todas las noticias que llegan de allí revelan una evidente pulsión autoritaria por parte del candidato y un deseo de mantener vivas las guerras culturales que desde hace tiempo dominan el discurso político republicano.

DeSantis ha firmado en los últimos meses una ley dirigida a impedir que se pueda hablar del colectivo LGTBIQ a menores de ocho años en Florida, ha aprobado legislación dirigida a castigar a Disney por oponerse a esa ley, y lo ha rematado con un zafarrancho legal contra las personas transgénero en Florida, una minoría ínfima (el 0,55% de la población) y especialmente vulnerable, que ahora se ve en el punto de mira del poder estatal. También ha firmado una ley que prohíbe abortar (con excepciones para supuestos de violación, incesto, malformaciones o peligro para la vida de la madre) a partir de las seis semanas de embarazo (un momento en el que muchas mujeres no saben siquiera todavía que están embarazadas).

De forma especialmente ominosa, el gobernador ha impulsado la prohibición de libros sobre el racismo o cuestiones de género en las clases y bibliotecas escolares (incluyendo, cruel ironía, la prohibición de El cuento de la criada de Margaret Atwood, una distopía en la que las mujeres viven sojuzgadas por los hombres).

Esta pulsión autoritaria crea un verdadero dilema en un sistema bipartidista, que no puede funcionar correctamente si una de sus dos patas no acepta las reglas del juego y está dispuesta a hacer trampas con tal de ganar. La única respuesta a una situación así solo puede ser que el Partido Republicano sufra derrota tras derrota de una coalición de demócratas, independientes y republicanos responsables (todavía quedan algunos), hasta que acepte de nuevo la plena legitimidad de las victorias del adversario en unas elecciones libres.

Ser un conservador impecablemente democrático no es tan difícil. Winston Churchill, en su último discurso ante el Parlamento británico, en 1955, lo expresó de forma conmovedora: “Quizá amanezca el día en que el juego limpio, el amor al prójimo, el respeto a la justicia y la libertad, permitan a generaciones atormentadas avanzar serenas y triunfantes más allá de la época espantosa en que nos toca habitar. Mientras tanto, nunca retrocedamos, nunca nos agotemos, nunca desesperemos.”

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