El peor mes y medio de Mark Zuckerberg

No resulta extraño que Mark Zuckerberg se haya echado esta semana en brazos del mundo virtual, en vista de cómo le están yendo las cosas en el real. A partir de ahora, será el presidente de Meta, nombre anodino para indicar el viaje de la compañía a la abstracción del metaverso, tierra prometida donde conectar con los tuyos en realidad aumentada. Con suerte, allí no llegan las noticias que acorralan a su empresa desde hace mes y medio, el peor mes y medio de su historia, su particular temporada en el infierno. El anuncio, que afectará más bien poco a los 3.600 millones de usuarios de Facebook, Instagram o WhatsApp, aplicaciones que mantienen el nombre, es una manera algo torpe, a juzgar por cómo ha sido recibida, de salir al paso de acusaciones tan graves como que Zuckerberg prefirió silenciar a grupos opositores en Vietnam antes que perder negocio en un mercado suculento, que alimentó el odio nacionalista en la India de Narendra Modi o que no hizo lo suficiente por detener los bulos antivacunas.

Esas revelaciones, por citar solo algunas de las conocidas esta semana, provienen de los miles de documentos internos sacados de la compañía por Frances Haugen, la garganta profunda de Facebook, que ha pasado en poco tiempo de anónima desempleada de Silicon Valley (dejó la tecnológica en mayo) a testificar el lunes pasado ante el Parlamento británico, como ya hizo antes en el Senado de Estados Unidos. Los legisladores la citaron en el Capitolio alarmados por las primeras filtraciones, que comenzaron en septiembre en The Wall Street Journal y fueron obtenidas “tras dos años y medio” de trabajarse a empleados de la red social, por el periodista Jeff Horwitz, que acaba de firmar un contrato editorial para contar su historia.

La segunda oleada llegó con la publicación simultánea en 17 empresas periodísticas de los Papeles de Facebook, último as que tenía guardado en la manga Haugen, insólita mezcla de mesías de las libertades civiles y maestra en el manejo de los medios. Las revelaciones comenzaron el 22 de octubre, tras varias semanas de trabajo. Reporteros tecnológicos que habitualmente compiten entre sí compartieron en un canal de Slack información sobre las decenas de miles de documentos que la exempleada se llevó consigo. Los periodistas están accediendo a ese material en una versión redactada, preparada por los abogados de la garganta profunda para presentar a los senadores en Washington, que parecen unidos por primera vez más allá de la polarización en su intención de regular el funcionamiento de las redes sociales.

Cada día se conocen nuevas pruebas de la mala praxis de Facebook (en un torrente de tales dimensiones que amenaza con cauterizar la indignación de la opinión pública). Al principio, se supo que Zuckerberg tenía constancia de que sus lucrativos inventos afectan a la salud mental de los adolescentes, que rentabilizan la ira y alimentan el odio en los usuarios, y que ofrecen escenarios confortables para el crimen organizado. Con la entrada en escena del resto de medios, se amontonaron las historias de cómo la compañía prefirió mirar a otro lado ante las evidencias de su capacidad desestabilizadora en lugares como Polonia, cuyos partidos de ultraderecha se han beneficiado durante años del “algoritmo de odio” de la tecnológica; Myanmar, donde Facebook toleró incitaciones al genocidio de la minoría rohinyá, o Washington. Pocos dudan ya de que los asaltantes al Capitolio se sirvieron impunemente de la red social para organizar el ataque a la democracia estadounidense.

Los documentos internos pintan a menudo un panorama en el que los empleados desempeñan el papel del canario que advierte en la mina de un peligro sistemáticamente ignorado por sus superiores. Uno de esos trabajadores alertó en marzo de este año de que los “comentarios que dudan de la eficacia de las vacunas circulan sin control”, y que si la capacidad para detectarlos en inglés es “mala”, resulta prácticamente inexistente en otros idiomas. Facebook no hizo nada al respecto… hasta esta semana, en la que introdujo un mecanismo que penaliza esos mensajes. Y no lo hizo pese a que la rezagada vacunación en Estados Unidos es un problema que viene de lejos y pese a que Joe Biden llegó a acusar en julio a la plataforma “de estar matando gente”.

Cuarteles generales de Facebook en Menlo Park (California), que ayer lucían el nuevo logotipo de Meta en lugar del tradicional pulgar en alto que hizo famosa a la red social.
Cuarteles generales de Facebook en Menlo Park (California), que ayer lucían el nuevo logotipo de Meta en lugar del tradicional pulgar en alto que hizo famosa a la red social.JOHN G. MABANGLO (EFE)

Los papeles también han servido para conocer los experimentos de Facebook en sociología. En 2019, dos empleados de la plataforma crearon un perfil ficticio de una usuaria de 21 años en la India, con sus 1.380 millones de habitantes, su mercado más importante. El contenido inocente que su muro empezó a ofrecer a la recién llegada se convirtió pronto en una riada de violencia, desinformación y discursos tóxicos. Pocos meses después, en otro experimento, un investigador inventó a una mujer de Wilmington (Carolina del Norte), que se declaraba cristiana y se puso a seguir a Donald Trump y a la cadena Fox News. Se llamaba Carol Smith (y es tentador pensar que todo fue un homenaje al pensador conservador alemán Carl Schmitt). Bastaron dos días para que la plataforma le propusiera unirse a grupos relacionados con QAnon, movimiento social lindante con el trumpismo que alienta salvajes teorías de la conspiración.

Desde que empezó la tormenta, Facebook ha empleado varias estrategias de defensa. Han tratado de desacreditar a Haugen alegando que no trabajaba directamente en los temas de los que tratan los documentos. También han recurrido a la vieja táctica de matar al mensajero: según Zuckerberg, el trabajo del consorcio de periodistas es “un esfuerzo coordinado de uso selectivo de los documentos filtrados para pintar una imagen falsa de la compañía”. Hasta han probado a hacer de la necesidad virtud. Si la garganta profunda pudo hacerse con toda esa información es porque la cultura de la empresa está basada en la transparencia interna: cuando Haugen tomó la decisión de tirar de la manta solo tuvo que meterse en un espacio virtual compartido por 60.000 trabajadores para tomar fotos con su móvil de todos esos informes y mensajes internos.

La decisión de cambiar de nombre no puede ser, con todo, una respuesta improvisada a esta fenomenal crisis. Si la tecnológica ha invertido solo este año 10.000 millones de dólares (8.650 millones de euros; Facebook compró Instagram en 2012 por mil millones) en su conversión en Meta es en parte por la constatación de que sus productos están perdiendo pie entre los usuarios de esa franja que va de la adolescencia a la primera juventud. La clase de usuarios que, gracias a los videojuegos, no necesitan un manual de instrucciones para entender el concepto del metaverso. Sí, nacieron en la era Facebook (que Zuckerberg fundó en la Universidad de Harvard hace 17 años), pero desde su ingreso en la edad del discernimiento solo asisten, de Cambridge Analytica a Frances Haugen, a una debacle de reputación de la compañía detrás de otra. Además, han demostrado predilección por otros entornos, como Tik Tok o Snapchat.

Si la compañía no revierte esa tendencia, entrará en lo que el analista Alex Heath, que este jueves ha entrevistado a Zuckerberg en The Verge, llama “una decadencia autosostenida, debido al envejecimiento de la población de Facebook”. Caso distinto es Wall Street, que el lunes dio a conocer que los ingresos de la tecnológica crecieron un 35% en el tercer trimestre del año, hasta los 29.000 millones de dólares, con un beneficio de 9.200 millones, un 17% más que en el mismo periodo de 2020.

Cuando pocos días antes de las buenas noticias económicas se supo que Facebook iba a cambiar de nombre, fue inevitable pensar en cuando Google reorganizó sus fuerzas en 2015 y pasó a llamarse Alphabet. Sus fundadores, Sergey Brin y Larry Page, dejaron la primera línea cuatro años después. No parece que Zuckerberg tenga pensado seguir ese camino. “Él aún cree en su misión; conectar a la gente”, explica a EL PAÍS por correo electrónico el veterano cronista de Silicon Valley Steven Levy, editor en la revista Wired, y autor del libro Facebook: The Inside Story (2020). Para escribirlo, gozó de un “acceso sin precedentes a la compañía”, y mantuvo numerosas entrevistas con su fundador. “Tras la investigación, fui muy consciente de que esa obsesión por el crecimiento y la retención de los usuarios abría un campo peligroso para el contenido tóxico y divisivo. Lo que me ha sorprendido de las últimas revelaciones es lo bien documentados que estaban esos defectos y lo mucho que Facebook los ocultó al público”.

Esa política de ocultación es historia. La intención de Haugen es que los archivos sean accesibles a todo el mundo en unas semanas. Tal vez entonces harán caso a ese empleado que, según consta en los Papeles de Facebook, escribió pocos días después del asalto al Capitolio en un foro interno de la tecnológica una frase digna del mejor guionista: “No, la historia no nos juzgará con amabilidad”.


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