El pianista que le puso música al vino

Las dentelladas de la melancolía pueden ser dolorosas, más aún si acontecen a 10.000 kilómetros de casa y en mitad de una jornada gélida de otoño. Lo atestigua el pianista tarraconense Lluís Capdevila, que recuerda bien el frío amargo del desaliento aquella tarde de 2014 en que, enclaustrado en su apartamento neoyorquino de Harlem, se entregó a buscar imágenes de su Priorat natal por Internet. De pronto, la nostalgia dejó paso a la premonición. Aquellos inmensos horizontes de viñedos preludiaban una nueva añada, pero ¿qué ocurriría si él suministrara el calor de su música a la maduración del vino en las barricas?

Ha habido que esperar seis años para extraer conclusiones, pero disponemos ya de unas cuantas certezas científicas. El piano de Capdevila ha sido capaz de aportar sus buenas vibraciones al vino y al lugar donde descansa, la sede de la cooperativa de Falset Marçà, una joya modernista de 1919 (obra de Cèsar Martinell, discípulo de Gaudí) erigido en epicentro para la denominación de origen Montsant. Los productores le reservaron un rincón de 12 metros cuadrados para que instalase su piano de media cola frente a 1.500 litros de tinto syrah de la cosecha de 2018, y rubricaron con él un contrato insólito: le entregaban la llave de las instalaciones para que accediera sin limitación alguna, con la condición de invertir 500 horas durante siete meses improvisando melodías jazzísticas frente a los caldos. De ese vino musicalizado han surgido casi 2.000 botellas de una edición especial de la marca Ètim, que se comercializan junto a un álbum homónimo de Capdevila con los ocho mejores solos de piano nacidos durante su pintoresco confinamiento.

Ricard Rull, de 57 años, que preside esta cooperativa de 350 productores, explica: “La música es igualmente buena para los pollos o las vacas. Y el vino también es materia viva”. Los grupos de enoturismo fueron habituándose a escuchar jazz durante sus visitas. Y hasta los empleados de Falset Marçà extrañaban a Capdevila cuando este se ausentaba. “Se creaba un vacío extraño, como si nos faltara algo”, resume Rull.

Sede de la cooperativa vinícola de Falset Marçà.
Sede de la cooperativa vinícola de Falset Marçà.

La enóloga local Marta Ferrer fue la primera en certificar lo que los paladares profanos ya advertían: el vino “con piano” era “superior”. Lo acredita asimismo un informe del Centro Tecnológico del Vino (Vitec), laboratorio gigante a las afueras de Falset por el que paseamos entre probetas, reactivos químicos y centrifugadoras. Los siete expertos que participaron en el estudio percibieron mejoras en la intensidad aromática, la untuosidad y la permanencia del vino. Más cauto es el periodista José Peñín, impulsor de la célebre Guía Peñín, que hizo una comparativa a ciegas entre ambas modalidades y solo advirtió “diferencias pequeñas”. “El piano transmite minivibraciones que contribuyen al envejecimiento y evolución”, anota, “pero la experiencia habría necesitado de más tiempo. Y yo habría escogido una variedad más expresiva que la syrah. Con la garnacha, más dúctil, sensible y autóctona, acaso el resultado fuera mejor”.

Hay algo de romántico y novelesco en las peripecias de Lluís Capdevila, paradigma no solo de imaginación enomusicológica, sino de hombre hecho a sí mismo. Natural de un pueblito de 2.800 habitantes, descubrió su vocación gracias a un llavero infantil que reproducía una escala mayor con sus siete botones cuadrados. “Aquello era mejor que un scalextric”, evoca en la empinada plaza de la Quartera de Falset. Aprendió solfeo con un payés y no cejó hasta que su padre le apuntó a clases de música en el sótano de una tienda de Reus. Allí fue donde Gabi Martí, un pianista que tocaba en hoteles de Salou, le enseñó las melodías de Ob-La-Di, Ob-La-Da o Every Breath You Take. El joven Capdevila acabó cursando Derecho a su pesar, por aquello de no contravenir los deseos familiares. Abnegado como buen hijo de la comarca, obtuvo la licenciatura, culminó un máster de Propiedad Intelectual en Estocolmo y obtuvo plaza “con un sueldo muy apañado” en un bufete de Barcelona. Pero el día que descubrió las becas Fulbright tomó un tren nocturno hasta Chamartín y presentó su candidatura. Había más de 100 aspirantes para aquella plaza en la Universidad neoyorquina de Stony Brook. Se la concedieron a él. Para entonces, la oposición familiar se había desvanecido.

El día de la graduación, el pianista Billy Joel, antiguo alumno del campus, pronunció unas palabras ante aquellos chavales brillantes. “En esta vida, si no haces lo que te gusta, estás perdiendo el tiempo”, enfatizó. En ese momento, un pipiolo del interior de Tarragona levantó la vista y pensó: “Están hablando de mí”.

Capdevila, tocando el piano en la bodega.
Capdevila, tocando el piano en la bodega.

Capdevila tiene hoy 38 años, acaba de ser papá (de Gonzalo, muy guapo), dirige un máster de Composición en la Universidad de La Rioja y en febrero debutará como director artístico del Reus Jazz Cava, nuevo proyecto municipal para dotar de contenidos al Castell del Cambrer, reliquia medieval de la ciudad. El concejal de Cultura, Daniel Recasens, lo desvela entusiasmado: “Recuperamos un espacio histórico semiabandonado, al pie de la iglesia prioral. Devolvemos el jazz a Reus y, de paso, embellecemos el hecho cultural”.

Lluís sonríe a su lado. Acaban de confirmarle para junio dos días en los estudios Sierra de Atenas, donde grabará su próximo álbum. El hombre que en Nueva York se ganaba las habichuelas amenizando un local de fusión asiática y como organista de una iglesia afroamericana del Bronx ha regresado a casa por un brindis del destino. “No sé gran cosa de enología”, se despide, “pero he aprendido a apreciar el olor sincero del vino. Nunca te engaña. Es el olor de la tierra que te vio crecer”.


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