El pianista que recibe a los refugiados ucranios en Polonia

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En Medyka, un pequeño pueblo polaco situado en la frontera con Ucrania, casi ha anochecido. Un dron aparece periódicamente en el cielo despejado. Sin embargo, en los raros momentos de silencio, cuando el rumor de la multitud se apaga, no es difícil escuchar el zumbido de algún caza que vigila el espacio aéreo. Desde el comienzo de la invasión rusa de Ucrania, miles de personas llegan cada día a este pueblo de casas bajas y calles estrechas, a la espera de subirse a un autobús con destino a Przemysl, otra localidad polaca que en las últimas semanas se ha convertido en el epicentro de la acogida de refugiados.

Sobre Medyka, el cielo despejado arde con los colores del ocaso. El campo y las colinas que rodean los pueblos se tiñen de rojo y naranja. Las temperaturas son gélidas. Un niño de mejillas sonrosadas de un par de años persigue pompas de jabón mientras pasan volando delante de un kiosco donde preparan té caliente. “Imagina que no hay un cielo, es fácil si lo intentas, ningún infierno debajo”, son los primeros versos de Imagine, la conocida letra de la canción de John Lennon, y un voluntario la tararea mientras porta una caja llena de dulces y caramelos. En una plaza detrás de los centenares de puestos, junto a una hoguera encendida por voluntarios para combatir el frío, un hombre toca en un piano las notas de esta canción, que se ha convertido con los años en un himno de la paz y de un mundo sin conflictos.

Es Davide Martello, un pianista alemán de origen italiano. Toca a pesar del frío y de los curiosos que se le acercan. Luego da las gracias a todos y hace una pausa. “Nací y me crié en Alemania, pero mis padres son sicilianos, de Caltanissetta. Dejé mi trabajo de peluquero y decidí salir a tocar música”, dice. “He dado algunos conciertos en apoyo de la gente que se manifestaba por la paz. Claro que tocar para quienes huyen de una guerra es algo muy diferente”.

“Hace mucho frío”, le dice un voluntario a Mattia (*), de Suiza, mientras trata de calentarse junto a una estufa. “Tendrías que haber estado la semana pasada, ¡fue aún peor! Hacía mucho frío y había nieve”, rememora el chico mientras se frota las manos para entrar en calor. No muy lejos de allí, una anciana sostiene a su perro en brazos y espera a alguien. “Vine aquí desde Suiza”, cuenta el joven voluntario del Cantón de Tesino. “En vez de quedarme en casa fumando y escuchando jazz, decidí venir a ayudar. ¿Por qué no hacer tu aportación?”.

Entre los puestos montados por las ONG que han llegado de todo el mundo para ofrecer su solidaridad a los desplazados, decenas de personas siguen entrando a pie en territorio polaco. Algunos, no obstante, se dan la vuelta. En el paso fronterizo peatonal, un hombre regresa a Ucrania. Llora, mientras una mujer se queda mirando hasta que desaparece tras una verja. “Hablo varios idiomas y vivo en Polonia desde hace cuatro años”, explica Antonio, un venezolano que ejerce de intérprete para un equipo de noticias de una cadena árabe. “Me dije que no podía quedarme en casa mientras toda esta gente intenta huir de la guerra”, confiesa, abriendo los brazos. A su lado, una niña envuelta en su bufanda rosa bebe chocolate caliente y camina junto a otra que come algodón de azúcar. Se las ve tranquilas.

Un niño ucranio, en una fría noche en la frontera entre Polonia y Ucrania, espera un autobús que le lleve a la estación de tren de Przemyśl o al Centro Comercial Tesko, convertido en centro de primera acogida.
Un niño ucranio, en una fría noche en la frontera entre Polonia y Ucrania, espera un autobús que le lleve a la estación de tren de Przemyśl o al Centro Comercial Tesko, convertido en centro de primera acogida.Giacomo Sini

Este trasiego tiene banda sonora. Martello se construyó su propio piano. Junto a su gato negro y valiéndose de una caravana, no se lo pensó ni un minuto hace ya semanas para llevar su música a Polonia. “Es mejor que estar sentado en casa de brazos cruzados, ¿no?”, admite el pianista. “Hace un rato interpreté con una niña. La madre estaba encantada”, dice sonriendo. “¿Y cómo olvidar la vez que lo hice frente a la estación de Lviv? Había mucha gente allí”, dice mirando al cielo. “Fue muy emotivo. En un momento dado, una anciana me puso una manta en los hombros. Tarareaba las notas de Yesterday. Nevaba. Al final incluso me trajo una manzana”, concluye. “La música es importante. Puede cambiar las cosas”, remacha volviendo con prisa a su peculiar instrumento.

Una chica, vestida con su chaqueta roja, se emociona hasta las lágrimas al escuchar las notas de Hallelujah, de Leonard Cohen, que templan el aire a su alrededor. “Rezo cada día para que mi familia decida reunirse conmigo aquí”, dice Sofya, incapaz de contener las lágrimas. Una mujer a su lado, Venetta, trata de consolarla. “Soy un poco búlgara y un poco ucrania. Mi padre emigró de Bulgaria a Estados Unidos y yo nací allí”, dice la enérgica mujer sonriendo. “Mañana me disfrazaré de Wonder Woman y repartiré caramelos. Es un momento de relajación para ayudar a los refugiados”, explica Venetta, abrazando a Sofya.

“Mi casa está en la región de Donetsk. La guerra lo ha destrozado todo. No queda nada”, prosigue Sofya. “Escapé. Sé cuatro idiomas, así que pensé que podría ayudar a quien lo necesitara haciendo de intérprete”. En el aire aún suena la melodía de Hallelujah. Cohen, en una entrevista publicada en el periódico The Independent en 2012, declaró que era “una afirmación de la vida con entusiasmo”.

Las sombras de la noche envuelven Medyka. Las luces de las pequeñas farolas colocadas allí para iluminar la oscuridad están encendidas. Centenares de personas siguen llegando al paso fronterizo peatonal. Lentamente, mujeres, niños y ancianos hacen cola a la espera de un autobús hacia Przemysl, una ciudad polaca que ha visto pasar a millones de refugiados desde que comenzó la guerra. “Soy italiano, pero llevo mucho tiempo viviendo en Inglaterra”, cuenta Cesare(*), una de las tantas personas que ofrecen ayuda. “Con nuestra organización nos dedicamos sobre todo a construir hospitales y escuelas en Asia”, explica el voluntario, mientras enciende un hornillo de camping. “Aquí estamos preparando tortitas. Es un gesto sencillo en un momento tan duro. ¿Quieres una?”, pregunta a un chico ucranio, vertiendo un cazo de la masa en una sartén. “Nuestra casa fue destruida por las bombas. No nos queda nada”, dice Ivan (*), un hombre de unos 40 años que ha huido de Járkov con un permiso. “Ahora vamos a Stuttgart. Esperamos empezar una vida mejor”, dice su esposa Natalyia (*), cogiendo a su hija en brazos mientras camina a duras penas.

Es tarde, hay una noche estrellada y hasta la luna brilla en el cielo. Los autobuses siguen saliendo cargados de gente que, una vez que lleguen a la estación de Przemysl, puede dormir allí o esperar un tren o autobús para Varsovia o algún otro lugar de Europa. En un instante, toda la zona vuelve a llenarse con las notas de Imagine de John Lennon. Al menos aquí, en Medyka, el sonido de la música parece superar el ruido de las bombas, que ahora parecen solo un eco lejano.

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