El presidente del Parlamento británico evita a Johnson una derrota humillante


Más de 40 diputados del Partido Conservador han estampado su firma en una enmienda legislativa que obligaría al Gobierno de Boris Johnson a pedir permiso al Parlamento cada vez que imponga una nueva restricción social para combatir al coronavirus. En manos del speaker (presidente de la Cámara de los Comunes), Lindsay Hoyle, queda la decisión de dar luz verde el próximo miércoles al debate del texto, todo un desafío interno a un primer ministro más débil que nunca por parte de los mismos aliados que jalearon su osadía cuando el principal problema al que se enfrentaba el Reino Unido era el Brexit.

Graham Brady es el presidente del llamado Comité 1922, el grupo de diputados conservadores que no ocupan puestos de responsabilidad en el Gobierno. Reciben el nombre de backbenchers (en español, los de los escaños traseros), y su única lealtad con los votantes de sus respectivas circunscripciones o con sus propias ideas políticas les convierte en fuente de constantes problemas para el primer ministro de turno. Que se lo digan a Theresa May, quien tuvo que someterse a la humillación de una moción de censura interna impulsada por ese mismo grupo. Brady se ha convertido en el abanderado de un número cada vez mayor de conservadores que rechaza la mano dura decidida por Downing Street para frenar la segunda ola del virus. El pasado marzo, el Parlamento británico aprobó la ley de 2020 del coronavirus, que otorgaba al Gobierno poderes de emergencia para combatir la pandemia y debía ser renovada cada seis meses.

Una mezcla de celo en la defensa del Estado de derecho, rebelión libertaria frente a las duras medidas de distanciamiento social y miedo al hundimiento definitivo de la economía ha llevado ahora a estos diputados a intentar recortar las capacidades de Johnson. No entienden la “regla de seis” (la prohibición de que más de seis personas se reúnan en interiores o exteriores), o la aparente arbitrariedad –según entienden ellos– con la que se ha impuesto el uso obligatorio de las mascarillas en determinados espacios públicos. Y sobre todo, no comparten el toque de queda impuesto a pubs y restaurantes de todo el país, obligados a cerrar sus puertas a las diez de la noche.

A Brady se han sumado pesos pesados del Partido Conservador como el expresidente de la formación, Ian Duncan Smith, o el exministro David Davies, junto a euroescépticos influyentes como Steve Baker. Para redondear la jugada y presentarla como una iniciativa multipartidista, los rebeldes han incorporado la firma de John Cryer, el jefe del grupo parlamentario laborista, o de algunos diputados unionistas norirlandeses. No está nada claro, sin embargo, que el principal partido de la oposición vaya a dar su respaldo a la iniciativa. Su líder, Keir Starmer, expresó públicamente hace días su apoyo a las nuevas medidas del Gobierno de Johnson. “Lo inteligente por parte de Downing Street sería concedernos a Brady y a todos nosotros lo que exigimos”, ha dicho Davis, uno de los políticos más broncos del ala dura conservadora. “Sería muy poco sensato por su parte permitir que una rebelión liderada por el presidente del Comité 1922 cobrara vuelo”.

La rebelión conservadora se ha sumado a una amalgama de grupos defensores de derechos civiles que cuestionan con sensatez algunas de las medidas extraordinarias contra el virus adoptadas por el Gobierno y organizaciones situadas en los extremos. Como Stop New Normal, fundada por Pyers Corbyn, hermano del anterior líder de la oposición laborista, Jeremy Corbyn. La manifestación de negacionistas de este sábado en Trafalgar Square, que acabó en un duro enfrentamiento con la policía, fue promovida por ese controvertido personaje, que rechaza la amenaza del cambio climático y reclama al Gobierno que demuestre la existencia del coronavirus.

Libertades

Johnson, cuya popularidad está cada vez más cuestionada, ha intentado sin éxito convencer a los disidentes internos de la necesidad de adelantarse esta vez a los anunciados estragos de la segunda ola del virus. Por eso ha repetido durante los últimos días un argumento con el que halagar sus oídos, el de que los británicos son una nación “amante de sus libertades” a la que se le hace más cuesta arriba tolerar que sean recortadas. Pero es una explicación que juega en su contra y da alas a los rebeldes. Cuando el pasado jueves el ministro de Economía, Rishi Sunak, cuyo nombre figura ya en las quinielas internas como sustituto de un primer ministro que apenas ha comenzado a gobernar, anunció su nuevo paquete de ayudas al empleo, sus palabras finales sonaron para muchos de los diputados conservadores como un guiño de complicidad: “No existe una solución libre de riesgos. Debemos aprender a vivir sin miedo”, dijo.

Con o sin fundamento, la prensa británica conservadora debate ya sin complejos la aparentemente pusilanimidad ante el virus de un primer ministro que comenzó su mandato con mensajes de osadía, y al que la covid-19 llevó hasta la UCI y cambió su tono. Downing Street optó el pasado lunes por cambiar de estrategia y lanzar solos ante los medios (sin que les acompañara esta vez un miembro del Gobierno) a los dos principales asesores científicos del primer ministro. Patrick Vallance y Chris Whitty presentaron un crudo panorama que preparó el terreno de la intervención de Johnson al día siguiente. Sin embargo, los constantes giros y bandazos en algunas de las medidas adoptadas durante los últimos meses por el Gobierno han restado fuerza al escudo científico con el que Johnson quiere protegerse. Cuando un diputado levantisco como el conservador Daymond Swayne es capaz de decir en la BBC que “está bien escuchar a los médicos, pero el consenso no es mayoritario y cada vez hay más voces que cuestionan si vamos en la buena dirección”, el Gobierno británico es consciente de que tiene un problema, y de que el enemigo se le ha metido en casa.


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