Stalingrado, la gran obra del escritor y periodista Vasili Grossman, suma un capítulo más a su particular trayectoria editorial. Tras haber sufrido la censura del régimen stalinista y el escarnio mediático de la prensa oficialista a principios de los años cincuenta, la novela tuvo que esperar a la muerte de Stalin para una nueva publicación. Ninguna de las versiones que se publicaron desde entonces correspondía al manuscrito original que Grossman había redactado con el objetivo de narrar la batalla de Stalingrado durante la II Guerra Mundial.
Tras desenterrar el libro en 2011, Galaxia Gutenberg edita de nuevo una de las dos novelas que conforman su trabajo sobre uno de los episodios más cruentos de la guerra que, además, le había afectado personalment: como corresponsal en la contienda pero también en lo personal, por el fallecimiento de su hijastro, miembro del Ejército Rojo. Esta nueva edición se sustenta en el trabajo que Robert Chandler, traductor al inglés de Grossman, culminó en 2018. El lector podrá identificar los fragmentos nunca publicados en color gris, frente al habitual negro de los textos de los libros. Babelia adelanta uno de esos capítulos inéditos.
Zina Mélnikova, amiga de Vera, vivía en el mismo edificio donde habían alojado a Mostovskói. Era uno de los mejores inmuebles de la ciudad.
La familia de Vera estaba descontenta por su amistad con Zina, pero a aquélla no le importaba lo que pudieran opinar sobre su amiga. A Vera le gustaba que Zina no desdeñara ningún trabajo, fregara suelos, lavara ropa y fuera capaz de alimentarse durante semanas sólo con pan y té con tal de ahorrar lo suficiente para comprarse unos guantes de piel de cabrito o un par de medias de rejilla.
Era ahorrativa y generosa a un tiempo. Era capaz de regalar su broche favorito a una amiga u organizar una fiesta con un fastuoso convite, aunque eso la obligara después a alimentarse únicamente de patatas aderezadas con aceite vegetal durante un par de semanas.
A Vera le gustaba que Zina no la tratara como a una muchacha que no entendía nada de la vida, sino que compartiera con ella los problemas de su vida conyugal y le pidiera consejo.
Aunque Vera, por su manera de ser, se sentía ajena a todo lo que constituía la vida de Zina, su naturaleza pura y transparente no le impedía mostrar interés por las pasiones de su amiga. Zina sólo era tres años mayor que Vera, pero en comparación con ella, parecía saberlo todo. Llevaba dos años casada y había estado varias veces en Moscú, además de haber vivido en Asia Central y en Rostov. Su marido trabajaba como apoderado de abastecimiento, razón por la que viajaba mucho por toda la región y a menudo se desplazaba a Kúibishev, convocado por el Comisariado del Pueblo.
Vera subió corriendo a la tercera planta y llamó a la puerta.
Zina le abrió y, al verla, exclamó:
–¡Vérochka, pareces preocupada! ¿Qué te ha pasado?
–¿Puedo quedarme a dormir en tu casa?
–Por supuesto, menuda pregunta, claro que sí. Mi marido está otra vez en Kúibishev. ¿Tienes hambre?
–Sí.
Zina invitó a Vera a que se sentara en el sofá.
Vera miraba a Zina mientras ponía la mesa, moviéndose con presteza por el cuarto. Cada vez que pasaba por delante del armario de luna, se echaba una mirada breve en el espejo.
–No dejo de engordar –comentó Zina–, desde que comenzó la guerra todo el mundo ha adelgazado excepto esta desgraciada, imagínate.
–Zínochka… –dijo Vera en voz baja y rompió a llorar.
–¿Qué te pasa? –preguntó Zina, asustada.
Vera dejó de llorar y le explicó aquello que no podía ni quería explicar a su familia.
La noche del día anterior el jefe del hospital había entregado a Vera la lista de los pacientes a los que se les daría el alta. Vera llevó la lista a la oficina para que hicieran los trámites correspondientes: a todos los que recibían el alta se los trasladaba en barco a Sarátov desde donde, tras un reconocimiento, se les enviaba de regreso a sus respectivas unidades. Cuando por la mañana del día siguiente, al terminar su turno de guardia, Vera vio otra vez aquella lista, en la que constaban doce apellidos, se fijó en que habían añadido a mano el apellido de Víktorov. Ni siquiera tuvo tiempo de hablar con él a solas. Corrió a su habitación para verlo, pero Víktorov ya bajaba por las escaleras junto con los demás; en la calle les esperaba un autobús del hospital.
–No está bien que él sea el decimotercero en la lista –observó Zina.
–No es el decimotercero. Su apellido va antes que el del primero.
Zina se sentó en el sofá al lado de Vera y empezó a frotar los dedos de su amiga con las manos, como si ésta los tuviera helados. Luego dijo en el tono de un médico experimentado que hubiera decidido revelar la verdad a su paciente:
–Sé por experiencia lo duro que es eso, y no esperes que la cosa vaya a mejorar.
–¡Me atormenta pensar que nunca más volveré a verle! Mamá me dijo hace unos días: «Te felicito, me he enterado de que tu amigo es un chico vulgar y poco culto». ¡Imagínate! A ella le hubiera gustado que fuera un superdotado… Y yo odio a esos genios y coroneles tan guapos tanto como desprecio a las mujeres que se casan con ellos por interés.
–El amor no atiende a razones y nada debería tener en cuenta–opinó Zina.
Vera dijo entre lágrimas:
–Ay, Zínochka, ¿y si no vuelvo a verle?
Zina se quedó pensando un rato y luego añadió sin ton ni son:
–A quien no logro entender es a Yevguenia Nikoláyevna. ¿Por qué se viste como se viste? ¡Con su figura, su cara y ese maravilloso pelo podría tener un aspecto impresionante!
–Creo que se va a casar con un coronel –comentó Vera con una mueca.
Sin embargo, Zina no comprendió lo que su amiga había querido decir con aquello y, olvidando sus propias palabras acerca de lo irrazonable del amor, observó:
–No me extraña. El coronel le proporcionará un certificado que le permita esperar en la cola para conseguir leche para el bebé mientras viva en algún lugar como Cheliábinsk, por ejemplo.
–Bueno, ¿y qué? –replicó Vera–, no me importaría hacer cola para conseguir leche para mi bebé.
Sintió el deseo irreprimible de ser madre, de tener un hijo de Víktorov y de cuidarlo, cual una llamita en medio de la oscuridad de la noche, a pesar de las privaciones y las necesidades. El bebé tendría los ojos de su padre, su lenta sonrisa y el mismo cuello fino. Jamás le habían pasado por la cabeza semejantes ideas, de modo que aquel pensamiento puro, amargo y dulce a la vez, la avergonzaba y la alegraba. ¿Acaso había alguna ley que prohibiera a una muchacha amar y ser feliz? ¡No la había! No se arrepentía de nada, jamás se arrepentiría. Había hecho lo que tenía que hacer. Zina, como si hubiera leído sus pensamientos, le preguntó:
–¿Estás embarazada?
–No me lo preguntes –se precipitó a responder Vera.
–No te preocupes, soy mayor que tú y era sólo un comentario… no es ninguna broma. Él es piloto, pueden abatirle en cualquier momento. ¡Sería terrible que te quedaras sola con un bebé!
Vera se cubrió los oídos con las manos y dijo negando con la cabeza:
–¡Tonterías! ¡No quiero oír nada!
Estuvieron conversando hasta la medianoche. Luego Zina puso sábanas en el sofá y dijo a Vera:
–Acuéstate, necesitas descansar.
Zina apagó la luz.
Por la mañana del día siguiente, al llegar al hospital, Vera se asomó a la habitación de Víktorov. En su antigua cama había un hombre moreno de ojos negros y cara consumida, por lo visto, armenio. Vera sintió una congoja insoportable, salió aprisa al pasillo y se acercó a la ventana junto a la que solía encontrarse con Víktorov antes de que le dieran el alta. El agua escamosa del Volga resplandecía, deslumbrante, a la luz del sol… «A esta hora, es probable que el barco ya haya pasado Kamishin…», pensó Vera. El cielo estaba sereno y azul, el río fluía indolente, las nubecitas brillantes parecían tan blancas, ligeras y ajenas al mundo…
De repente, al acordarse de Zhenia y de Nóvikov, decidió que éstos llevaban una vida igual de mesurada, tranquila e impasible, ajenos a su confusión y pesadumbre. Aquel sentimiento de irritación contra Zhenia y Nóvikov no abandonó a Vera hasta la noche. Incluso se alegró cuando, al regresar del hospital, sorprendió a Zhenia y al coronel en casa. Estaban sentados a la mesa; al parecer Nóvikov acababa de llegar, pues aún sostenía su gorra de plato en la mano.
Vera miró de hito en hito el rostro animado de Yevguenia Nikoláyevna. Quería hacerle saber que existía un amor que despreciaba la razón y el interés.
Vera empezó a relatarles una historia de antes de la guerra que Zina le había explicado la noche anterior. Trataba de una joven ingeniera que se había enamorado de un actor de una compañía ambulante y había abandonado a su marido para huir con él. Y lo hizo a pesar de que se estaba preparando para defender la tesis y de tener que superar muchísimos obstáculos, pues el marido estaba desesperado y en el trabajo se resistían a dejarla marchar.
Tras escuchar aquella historia, Yevguenia Nikoláyevna se echó a reír y observó:
–¡Qué vulgaridad!
–¡No es vulgaridad sino un amor verdadero! –replicó Vera, encolerizada.
Zhenia, visiblemente enfadada, dio un golpe con la cucharilla contra el borde de un vaso; el cristal tintineó, transmitiendo su emoción.
–¡Un romance de opereta! Se trata de un devaneo sin importancia, y tú lo llamas amor. ¡Qué disparate!
Mientras lo decía, los ojos de Vera la miraban hoscos e insistentes. Tenía la boca abierta, como una niña pequeña, sorprendida por las palabras de Zhenia.
–No me sermonees, tía. Tú no entiendes nada de eso –dijo Vera.
–No digas tonterías –le insistió Zhenia con frialdad.
Stalingrado. Vasili Grossman. Traducción de Andrei Kozinets. Galaxia Gutenberg, 2020. 1200 páginas. 27 euros. El libro se publica el 7 de octubre.
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