A ntes de ser la coca-cola de los hippies, la kombucha fue la coca-cola de los soviéticos. Hasta 1986, fecha en que la multinacional pudo entrar en Moscú, en muchos hogares se cultivaba un hongo que servía para elaborar una bebida con burbujas de un contenido alcohólico residual, casi indetectable, pero que daba cierta alegría al cuerpo. La llamaban chayniy grib (té de hongo).
Cuando en 2016 las fundadoras de la marca Komvida, Beatriz Magro y Nuria Morales, decidieron replicar en Fregenal de la Sierra, un pueblo de 5.000 habitantes al suroeste de Badajoz, el refresco fermentado que triunfaba entre los hipsters de California, una vecina octogenaria les habló de un hongo que durante la posguerra su madre cuidaba en un barreño esmaltado. Se lo había traído en coche desde Madrid su médico para elaborar una bebida fermentada que aliviaría sus males de vesícula. La señora murió a los 93 años sin que se pueda confirmar ni desmentir la intervención del hongo en su longevidad.
Los orígenes de esta bebida datan del año 220 antes de Cristo en la región china de Manchuria. Debe su nombre al médico coreano Kombu, quien la introdujo en Japón como un medicamento para el emperador Inkyo. Se cree que a Europa llegó a inicios del siglo XX a través de Rusia. En los sesenta vivió una época dorada gracias a un estudio suizo que comparó sus beneficios con los del yogur. A finales de los ochenta y noventa se hizo muy popular entre los enfermos de sida, que la bebían para fortalecer su sistema inmunitario.
La cultura hipster resucitó la kombucha en el siglo XXI. Los barrios de San Francisco y Brooklyn, las escuelas de yoga y los centros de meditación la trajeron de vuelta y, según un informe de Zion Market Research, es el segmento de bebidas que más rápido crece globalmente, según sus estimados podría suponer en 2022 un negocio de 2.500 millones de dólares (unos 2.000 millones de euros).
En 2015, Beatriz Magro se fue a dar la vuelta al mundo para averiguar a qué quería dedicar su vida. El día que probó la kombucha lo tuvo claro, y desde San Diego llamó a Fregenal de la Sierra para informar a sus socios de que había encontrado el producto perfecto para arrancar una start-up. Antes pidió ojear el mercado y, según cuenta, aquel refresco fermentado estaba en “la última esquina de los herbolarios”. En España es todavía un mercado “pequeño e inmaduro”, cuentan Raúl Frutos y Fernando Martín, dos ingenieros andaluces que abrieron su fábrica de kombucha, Víver, en Granada el 8 de marzo de 2020, a las puertas del primer confinamiento. Tras varios años en Chicago decidieron traer la bebida a su ciudad natal porque les parecía “una buena alternativa a los refrescos azucarados y al alcohol”. Cuando hicieron su estudio de mercado, la kombucha era una bebida marginal que solo consumían “los fanáticos de la comida sana”.
Matthew Calderisi abrió en 2017 su tienda laboratorio Ferment 9 en el barrio de Sant Antoni, en Barcelona. En su espacio se elaboran todo tipo de alimentos y bebidas fermentadas: kéfir, chucrut, yogur y, por supuesto, kombucha. A los 13 años aprendió el método tradicional con su madre inglesa, experta en cerveza fermentada de jengibre. Ahora, cumplidos los 43, fermenta casi todo lo que pasa por sus manos. En su opinión, la elaboración de esta bebida siempre ha sido “un proceso muy casero y tradicional que pasa de generación en generación”. “Ninguna población occidental ha bebido kombucha comercializada en un bar o en un restaurante. En Occidente la fermentación ha sido prácticamente relegada por los procesos industrializados, que han provocado una carencia de productos naturales, ya sean fermentados o sin pasteurizar. Es curioso que ahora, 150 años después del descubrimiento de la pasteurización, entremos en una era de euforia con los microorganismos y vivamos un renacimiento de muchos tipos de fermentaciones”, explica.
La kombucha se obtiene a partir de la doble fermentación natural del té, preferentemente verde o negro, y azúcar. Esta se añade a una colonia de bacterias y levaduras que parece un disco blanquecino de textura gelatinosa pero consistente llamado madre o Scoby, las siglas en inglés de symbiotic culture of bacteria and yeast (cultivo simbiótico de bacterias y levaduras). Durante el proceso natural, que dura entre tres semanas y un mes, el Scoby se come buena parte del azúcar y deja unas burbujas finas que confieren su peculiar textura a la bebida. A esta versión clásica se le pueden añadir frutas o especias para variar su sabor. “En España aún no existe una ley que establezca qué es kombucha y qué no lo es”, señala Raúl Frutos. Desde su fábrica de Granada producen 5.000 litros mensuales de Víver, “una kombucha sin trampas”. Esto significa, según explica su socio, Fernando Martín, utilizar ingredientes ecológicos, no añadir gas, no pasteurizar y respetar los tiempos de fermentación, de al menos un mes. Y dan una pista: “Desconfía de una marca que no tenga partículas en la botella”.
La Asociación KBI (Kombucha Brewers International) se fundó en Estados Unidos para proteger los métodos tradicionales y la pureza de la receta original. Tras años de debates legales, ha publicado un código de buenas prácticas que establece las diferencias entre la kombucha tradicional y la procesada, siendo esta última cualquiera que incluya un paso no incluido en el método tradicional, como la pasteurización. También define que el nivel de alcohol debe permanecer por debajo del 0,5%. Hannah Crum, presidenta de la KBI, está considerada la madre y protectora de esta bebida, y es la autora de una especie de biblia sobre el asunto, El gran libro de la kombucha. Con ella aprendieron Bea Magro y Nuria Morales a estandarizar su producción. “Nos asesoró para encontrar el equilibrio entre acidez y dulzor”, explican. Komvida —así se llama su marca— tiene el certificado IFS, una norma de calidad y seguridad alimentaria. “Es importante para abrirse a grandes mercados”. Komvida se comercializa en Carrefour, Alcampo, Ahorramas y en los Starbucks de España y Portugal. Acaban de abrir una tienda en Madrid donde enseñan a hacer kombucha casera.
En la biblia hipster, al Scoby —que sería el hongo en la España de posguerra— hay que mimarlo como a una mascota delicada. “Hay quien asegura que le toca la guitarra cada día. Nosotros no llegamos a tanto, pero la tratamos bien”, cuentan Raúl Frutos y Fernando Martín. “Temperatura y comida correcta son suficientes”.
Este té fermentado está bendecido por un halo mágico de salud y bienestar. Se le atribuye poder para acelerar digestiones lentas, ayudar en tratar la diabetes y las hemorroides, reducir la tensión arterial, fortalecer el sistema inmunitario o mejorar la función hepática. Pero de todos estos beneficios apenas hay datos, de momento. En un pequeño ensayo, cuyos resultados se publicaron en la revista Annals of Epidemiology, se dio esta bebida durante tres meses a 24 adultos diabéticos no insulinodependientes que consiguieron mantener niveles normales de azúcar en sangre. Los autores del estudio, sin embargo, avisan de que muchas de las propiedades atribuidas a la kombucha están sin verificar, se basan en ensayos con animales o en exaltadas anécdotas personales.
“La Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria controla cualquier declaración de propiedades saludables sobre un producto, y hasta que no existan suficientes investigaciones europeas sobre los probióticos o los beneficios de los productos fermentados, nosotros en Ferment 9 no vamos a divulgar esa información para facilitar una venta. Pero eso no significa que no tenga beneficios, sino que estamos a la vanguardia de la fabricación de alimentos no fermentados y que las autoridades llegarán más tarde. Lo mejor que podemos decir es: ‘Pruébalo, y si a ti te va bien, perfecto”, dice Matthew.
Los productores entrevistados en este reportaje coinciden en que hay “buen rollo” entre ellos. “No competimos entre nosotros, sino con las grandes multinacionales de bebidas azucaradas”, explica Martín. “Nuestra ambición”, dice Magro, “es ir al bar de la esquina y que donde se estén tomando hoy un refresco, mañana se beban una kombucha”.
En gran parte de España este té fermentado es una novedad. “Muchos creen que es una medicina y te preguntan a qué hora o con qué alimentos la deben tomar”, cuenta Fernando Martín. “A otros les asusta que sea una bebida viva, les extraña la textura de la burbuja o creen que es un alga”, cuenta Bea Magro, que asegura que Fregenal de la Sierra, el pueblo donde tienen su fábrica con capacidad para producir dos millones de botellas al año, puede ser el lugar de España donde más kombucha se beba por habitante.
El paladar necesita cierta educación para disfrutar de una bebida fermentada. No es un proceso muy largo, hay quien dice que el segundo sorbo de kombucha ya sabe mucho mejor que el primero. En 2019 una joven llamada Brittany Tomlinson (23 años) se convirtió en una estrella de Internet cuando publicó un vídeo de su cara mientras tomaba su primera kombucha. Lo llamó Los seis estadios del dolor. La secuencia muestra un amplio registro de expresiones faciales que ha sido estudiado en el Departamento de Psicología de la Universidad de Berkeley por mostrar entre cinco y siete emociones humanas perfectamente identificables, que van desde la sorpresa y el disgusto inicial hasta el placer, pasando por un momento de duda y reconsideración. Desde entonces, Tomlinson no ha dejado de recibir ofertas de productores de kombucha que le aseguran que su elección de aquel día, una versión industrial de cola y frambuesa, quizás no fuera la más acertada.
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