La estructura familiar de nuestro país ha cambiado. Según el INE el hogar más habitual en España es uno de dos convivientes, seguido de aquellos que además tienen un menor a cargo. Esto indica que los jóvenes tienen menos primos y hermanos, pero también más probabilidad de tener abuelos vivos.
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En el pasado era común que las familias tuvieran muchos hijos, de los cuales un número importante fallecía prematuramente. Esto, por fortuna, ha ido cambiando desde el siglo XX. Hoy se atiende mejor a los partos y los bebés viven más tiempo, un hecho que ha modificado la pirámide de población. Esto solo puede leerse como una buena noticia. Sin embargo, merece la pena recordar que esto ha ido en paralelo a una caída de la fecundidad, y no solo en Occidente. Sin ir más lejos, la natalidad china no ha dejado de reducirse incluso cuando su Gobierno se desvivió durante la pandemia en fomentar un baby boom.
¿Puede ser esto reversible mediante políticas natalistas? Hay razones para ser escéptico; la gente no toma la decisión de formar una familia según lo que les interesa a sus gobernantes. Deseable o no, este cambio de fondo se asocia no solo a un reemplazo de valores o que se pueda hacer un mejor control anticonceptivo, sino también a los costes de la crianza. En el presente la inversión que se hace en un hijo es cuatro veces mayor a la de hace un siglo.
Además, que nadie piense que la cosa viene condicionada por el origen: la inmigración que llega a nuestro país no tarda en acomodarse a nuestra pauta reproductiva. El resultado es que en media el primer hijo se tiene cumplidos los 31 años y la tasa de fecundidad en España es de 1,26 hijos por mujer, de las más bajas de Europa. Algo que, desde luego, tiene mucho que ver con estructuras disfuncionales en nuestro país como un mercado de trabajo precario o la tardía salida de casa de los jóvenes españoles.
Por tanto, la tesis natalista, la obsesionada por favorecer nacimientos, desvía la atención de lo importante. De un lado, de cómo hacer que las decisiones reproductivas sean lo más libres posibles, es decir, que no haya condicionantes materiales que las constriñan (para lo que afecta más una reforma laboral que un cheque bebé). Y, del otro lado, sobre cómo podemos proteger más y mejor a los niños que vienen al mundo. Es decir, cómo podemos asegurarnos de que infancia y juventud sean tratados como un bien público para la sociedad en su conjunto.
Estas deberían ser las prioridades a menos, claro está, que este debate sea una mera excusa para presentar con un envoltorio nuevo las viejas políticas nativistas de regímenes pasados. Algo que no es indicativo de que importen los niños lo más mínimo, sino de hasta qué punto son pujantes en nuestro país las tesis más reaccionarias.
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