Los profesores de Introducción a la Sociología solemos explicar a nuestros estudiantes que la teoría sociológica clásica distinguía tres dimensiones fundamentales de la desigualdad, relacionadas con la situación material, el prestigio social y el poder político. Es una clasificación muy estilizada, pero que ayuda a entender el prolongado debate en torno a la relación que mantienen las distintas fuentes de desigualdad que existen en nuestras sociedades. En particular, se ha producido una discusión recurrente en torno a la jerarquía de esos principios de estratificación social y la posible prioridad explicativa de unos —típicamente los económicos— sobre los demás. Precisamente una de las innovaciones fundamentales de los análisis de la desigualdad contemporáneos es la reivindicación de una mayor atención a algunas inequidades muy importantes —por ejemplo, aquellas relacionadas con el género, la sexualidad, la edad o la etnia— que habían quedado subsumidas en distintas categorías del modelo de estratificación tradicional y que merecen ser consideradas como formas de desigualdad independientes.
El último ensayo de la periodista Isabel Wilkerson participa de esta tendencia, reivindicando la autonomía de las desigualdades basadas en la adscripción de raza en Estados Unidos respecto a otras dimensiones del proceso de estratificación social. Casta plantea que las desigualdades raciales son la “infraestructura” de las divisiones sociales en EE UU: categorías arraigadas en los patrones sociales de representación, interpretación y comunicación que provocan una amplia serie de injusticias que abarcan desde la invisibilidad hasta la falta de respeto, pasando por la exclusión y todo tipo de agresiones. Pero Wilkerson da un paso adicional. No sólo defiende la prioridad explicativa del racismo frente a las desigualdades económicas o políticas. Además, propone disolver la especificidad de las desigualdades étnicas tal y como se dan en Estados Unidos en una categoría transhistórica —la casta— que sólo habría tenido dos precedentes: la India premoderna y la Alemania nazi.
Es una versión extrema de una tesis polémica y no muy original. En sentido estricto, el sistema de castas es una estructura social característica de la India tradicional con algunos rasgos extremadamente específicos, como un sistema de legitimación religioso en el que desempeña un papel importante la creencia en la reencarnación o una limitación radical de cualquier posibilidad de movilidad social. Se ha discutido mucho si tiene sentido usar ese modelo para describir otras situaciones sociales e históricas como, por ejemplo, el apartheid sudafricano. Al menos desde los años cincuenta del siglo pasado, en distintas ocasiones se ha valorado —como la propia Wilkerson recuerda— la posibilidad de emplear el concepto de casta para analizar la discriminación racial estadounidense. La conclusión más razonable es que aplicar esa categoría a una democracia liberal con una economía de mercado, por mucho que pueda resultar útil para denunciar el racismo, no contribuye gran cosa a esclarecer un sistema de desigualdad que se reproduce, precisamente, de forma larvada e insidiosa en un sistema formalmente igualitario y meritocrático.
El problema surge cuando se intenta convertir la metáfora en un principio de análisis riguroso
Wilkerson usa la metáfora de la casta para poner de manifiesto cómo el racismo estructural provoca un déficit de respeto y dignidad entre los colectivos subalternos cuyos efectos se extienden capilarmente por toda la sociedad estadounidense. Es una idea descriptivamente valiosa. De igual modo, es legítimo hablar de las relaciones laborales extremadamente explotadoras como si fueran relaciones de esclavitud, siempre y cuando tengamos claro que se trata sólo de una figura retórica. El problema surge cuando se intenta convertir la metáfora en un principio de análisis riguroso, que diluye las diferencias específicas del racismo estadounidense en la noche en la que todas las desigualdades son pardas. Por un lado, es llamativo que en Casta apenas se mencionan las inequidades económicas —manifiestamente relacionadas con las desigualdades de estatus—, tal vez porque algo así plantearía una dificultad argumental. El sistema de discriminación racial estadounidense, como recuerda la propia Wilkerson, hunde sus raíces en el esclavismo decimonónico, es decir, en un sistema de explotación económica cuyo fundamento es la propiedad de unas personas por otras y que, en su forma moderna, está íntimamente relacionado con los orígenes del capitalismo. Por otro lado, si la noción de casta se usa en un sentido amplio y figurado, no se entiende muy bien por qué limitarla a las sociedades india, estadounidense y, en un periodo muy concreto, alemana. Hay un sinfín de ejemplos de sociedades con sofisticados sistemas de discriminación de algunos colectivos sobre la base de categorizaciones socialmente construidas.
En realidad, tal vez sea injusto hacer un juicio de Casta atendiendo a sus aspiraciones explicativas. Como ensayo periodístico es un libro emocionante e informativo, con una gran potencia expresiva y que señala con vehemencia la profundidad de las heridas que ha dejado el racismo en la sociedad de EE UU. Cuando Wilkerson deja a un lado las pretensiones teóricas y el tono oracular —”Los ocho pilares de las castas” y cosas así— se muestra como una gran ensayista, capaz de indagar en los pliegues más oscuros de la autopercepción étnica de la sociedad norteamericana mediante un collage de testimonios históricos, relatos autobiográficos e información de actualidad. Casta es un viaje al subconsciente racial de su país que señala traumas que se manifiestan una y otra vez en la vida compartida. Pero también ofrece lecciones valiosas para las sociedades europeas, en las que las adscripciones raciales son a menudo menos explícitas, pero dan lugar a desigualdades estructurales poco reconocidas y, sin embargo, penetrantes.
Casta. El origen de lo que nos divide
Autor: Isabel Wilkerson .
Editorial: Paidós, 2021.
Formato: 520 páginas. 24 euros.
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