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El sublime significado de la entereza en la derrota olímpica. Maratón. México 1968

El sublime significado de la entereza en la derrota olímpica. Maratón. México 1968

París 2024. Aviso desde lejos.

Los Juegos Olímpicos son las Magnas Justas porque en ellos se admira la especie en primera persona del plural. Lo glorioso, lo edificante y lo magnánimo suceden ante la deslumbrada mirada de miles de millones de seres humanos que cobran sentido de sí mismos en la representación simbólica de diez mil mujeres y hombres que manifiestan las aspiraciones más sencillas y más comunes de la estirpe: saltar más alto, correr más rápido y levantar la mano al más fuerte.

Ha sucedido toda la Historia desde Olympia hasta París 2024. Y, sin embargo, nada ha pasado: sigue siendo mejor, el más veloz; sigue siendo máxima la que lanza la jabalina más lejana y más venerado el que vence al más hábil, al más musculoso, al más astuto Odiseo en el pancracio o en el pugilato.

Como en la Grecia antigua: el superlativo persiste; se impone, se anhela.

Mas allá de los límites de lo concebible. Todavía faltan metros en la conquista de la distancia y sobran segundos en la batalla contra el tiempo. Aún. Aún hay relato: páginas en blanco en la memorabilia del futuro. Lo mejor del género está por ocurrir; en París 2024, en Los Ángeles 1928, en donde se alumbrará la llama de los dioses; que tampoco son nuevas, ni frescas sus plegarias atléticas y lúdicas.

Al mismo tiempo, todo ha de venir: la roca que levantó Sísifo ayer, es la misma que mañana. Y la siguiente Olimpiada. Nadie se ha bañado dos veces en la misma victoria; menos, en las mismas aguas de la derrota. Si los Juegos Olímpicos son las Magnas Justas es porque en ellos la especie, también, se compadece de sí misma y en primera persona ante la desolación, la soledad y el desaliento del fracaso. Festejo y consuelo es el duelo trágico del juego.

El Ser -en lo más alto, apenas visible como ave; en lo más bajo, apenas oculto como huella descalza- solamente cobra sentido en la coronación y en el naufragio. El sublime significado de la entereza se da, en cruel paradoja, en la derrota olímpica: la más demoledora de entre todas.

Hay una gran diferencia -vicio- entre el mundo antiguo y el contemporáneo: el proceso de civilización.

En aquel habitó el mito, la poesía y lo heroico. En este, gracias a la ideas del progreso, del valor metálico del tiempo y del fomento al ego, reina el hiperconsumo, el mini instante y la mercancía. Hay, a pesar de ellos, virtudes inamovibles: el respeto al otro, la admiración al igual y la veneración al que sucumbe, al que -a pesar de empeñar todo su espíritu- es vencido por fuerzas ajenas a él. “Ser siempre el mismo y sobre salir de los demás”, dijo el gran Homero. En el deporte actual el mismo significa lo igual: todos los atletas que asistirán a París 2024  -todos- enaltecerán y edificarán la gallardía, la bravura y la valentía de sus rivales. El decoro hace de los Juegos Olímpicos las Magnas Justas.

Los libros de récords abundan en hazañas de victorias, de más oros y primeras veces. Pero, a la pregunta metafísica de ¿quién ha sido el máximo perdedor -oximorón sólo es entendible en el debate deportivo, porque solamente en él la derrota puede ser magnánima- de la historia olímpica, la enciclopedia enmudece con bullicioso silencio? ¿Quién?

En la última competencia del último día de los Juegos Olímpicos de México 68, se llevó a cabo la carrera emblemática del fondo, la Maratón, cuyo tapiz de fondo evocaba a Filípedes, el que llegó a Atenas anunciando que los griegos habían vencido a los Persas. El que dijo, caído y derrotado: ¡Vencimos! Saludo y despedida en un mismo anuncio; enunciado.

Los corredores favoritos salieron, a las tres de la tarde, desde la línea inicial marcada en Zócalo de la capital del ruido. Lejos, en el Sur, esperaba Atenas, disfrazada de Estadio Olímpico, en la Ciudad Universitaria, donde habitan las serpientes y la luna es un coyote solitario. Entre el pelotón inicial se encontraba Mamo Wolde, sargento del imperio, de 35 años, heredero de Abebe Bikila, el descalzo campeón de Roma 1960. También se hallaba entre la multitud de piernas, John Akhwaci, de la insospechada Tanzania.

La vieja capital de los mexicas -con sus convocados dioses al banquete olímpico- se niega a la reconquista. Áspera, dura, de metálico cielo, agota uno a uno a los de cansados pasos. La ruta de la paz es asfalto; peso de granito bajo las sandalias. Wolde llega al tartán, bajo el Palomar, dos horas y veinte minutos después del disparo de salida. ¡Ha vencido! Grita la grada bajo los volcanes. Y luego uno a uno cumplen el transcurso mortal los últimos lugares, que comienzan con el segundo. Pasan, uno a uno, los minutos, los cuartos de hora.

Ya semivacía, la arena espera los arribos. Ve llegar al mexicano Alfredo Peñaloza en el décimo tercero; vítores. Y al otro, Pablo Garrido, en el 26; aplausos. La fiesta de los dioses se angosta; débil ya el fuego que se alumbró en Olympia.  Agónico, el estadio calma. Letargo del último aliento. Lejos en el tiempo, cerca en la distancia, John Akhwaci se asoma en la lontananza. Entra al estadio abatido, herido, antílope expirante. Falta una vuelta olímpica para llegar a la línea final, la meta. Atletas, público y las nubes se conmueven ante el ser, El Hombre. Vendado, lastimoso, derrotado Akhwaci cumple con el destino que se prometió en Tanzania, la inopinada Tanzania. Nadie gritó: ¡Ha vencido! Pero balbuceó algo parecido a Filípedes: “Mi pueblo me mandó a México no a ganar la carrera; sí para haberla terminado”.

Despedida y saludo de aquella noche que fue un enunciado, un significado.  


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