La visita de Lula da Silva a Joe Biden, el 10 de febrero pasado, pareció iniciar una nueva era en las relaciones entre los Estados Unidos y Brasil. Lula y Biden parecen estar condenados a la afinidad por el contexto político doméstico en el que deben operar. Son dos presidentes impugnados por líderes populistas que le niegan legitimidad y que, a la vez, se identifican entre sí: Jair Bolsonaro y Donald Trump. Pero esa concordancia podría ser engañosa. Sobre todo, si se supone que el Brasil de Lula tendrá un alineamiento más o menos automático con los Estados Unidos de Biden.
En las últimas semanas hubo varias señales de que Brasil hará su propio juego. Por ejemplo, el lunes pasado, su representante en las Naciones Unidas, que ocupa una silla transitoria en el Consejo de Seguridad, votó con Rusia y China que se inicie una investigación independiente sobre el sabotaje que sufrió en septiembre de 2022 el gasoducto Nord Stream que atraviesa el Mar Báltico. La resolución fue rechazada porque no consiguió los nueve votos favorables requeridos. Había sido propuesta por el representante ruso, quien manifestó sospechas sobre la calidad de las indagaciones que vienen realizando Suecia, Dinamarca y Alemania. Rusia tenía un interés muy marcado en que se constituyera un órgano independiente para examinar el problema, sobre todo cuando están apareciendo indicios de que el atentado habría sido cometido por algún grupo pro-ucraniano. Brasil, como China, al lado de Rusia.
Más explícita todavía fue la postura del Gobierno de Lula durante la Cumbre de la Democracia organizada por Biden entre el miércoles y el viernes de la semana pasada. Brasil se negó a firmar la declaración, sobre todo por un párrafo en el que se condena a Rusia por crímenes de lesa humanidad y se menciona a Vladimir Putin como presunto responsable de esos crímenes. Lula, que estaba haciendo reposo por una neumonía, participó a través de una carta. Sus diplomáticos explicaron que no suscribirían el texto porque ese tipo de controversias deben tratarse en las Naciones Unidas y no en foros informales. La Argentina, Uruguay y Paraguay, es decir, los demás países del Mercosur, que es el bloque regional más inmediato que integra Brasil, se adhirieron a la declaración.
Mientras se discutía la proclama impulsada por Biden, una figura principal del Partido de los Trabajadores (PT), Dilma Rousseff, fue elegida por unanimidad presidenta del Banco de Desarrollo del grupo BRICS, que integran Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. Fue un reconocimiento muy significativo a una expresidenta que debió abandonar el poder, en agosto de 2016, por un impeachment.
Las tres novedades anteriores constituyen el marco de una ambiciosa iniciativa internacional de Lula da Silva: convertirse en el agente de un plan de paz para terminar con la guerra de Rusia y Ucrania. El primer movimiento visible de esa operación se produjo la semana pasada. Celso Amorin, el asesor de Lula en materia de política exterior en el Palacio de Planalto, visitó Moscú y París para sondear las posibilidades de esa mediación. Durante el viaje se reunió con asesores de Putin y de Emmanuel Macron, que es uno de los principales soportes del ucraniano Volodimir Zelensky. La información disponible ayer, cuando Amorin regresó a Brasilia, indicaba que por razones técnicas no había podido visitar al propio Zelensky.
El viaje del asesor de Lula se inscribe en una secuencia diplomática. A comienzos de marzo, el presidente mantuvo una conversación virtual con Zelensky, en la que expuso su plan de paz. Para comprender esta parte del rompecabezas hay que recordar que Brasil fue el único miembro de los BRICS que condenó la invasión a Ucrania.
Al mismo tiempo, durante una cumbre del G20 en Nueva Delhi, el canciller brasileño, Mauro Vieira, se reunió con su colega ruso, Sergei Lavrov, y lo invitó a visitar Brasilia. Lavrov llegará a esa capital el próximo 17. Para esa fecha, Lula ya habrá vuelto de Pekín, donde se encontrará con Xi Jinping. Salvo en la condena inicial a la invasión, las posiciones de Brasil son bastante coincidentes con las de China en relación con la guerra contra Ucrania. Por ejemplo, su Gobierno vio con buenos ojos el plan de 12 puntos elaborado por Pekín para buscar una salida a la guerra.
El propósito de la diplomacia brasileña es iniciar conversaciones, aun sabiendo que tanto Rusia como Ucrania y sus aliados occidentales intentarán en lo inmediato reforzar los ataques con la expectativa de alcanzar un desenlace favorable al propio bando. Es la percepción con la que Vieira y su equipo regresaron desde la Cumbre de Seguridad que se celebró en Munich a comienzos de febrero.
El movimiento de Brasil corrobora la vocación de Lula por relanzar a su país como un protagonista visible de la escena internacional. Es una ambición que se nutre de su propia tradición nacional y, sobre todo, de los antecedentes del PT. La cancillería brasileña siempre fue fóbica a encolumnarse de manera automática detrás de liderazgos ajenos. En el caso de Lula, esa reticencia se ve acentuada por el tono anti-norteamericano o, para decirlo con su propia jerga, anti-imperialista, de la visión del mundo de su partido. Amorin es una figura principal en la elaboración de esa visión.
Existe un motivo menos teórico. El negocio agrario brasileño, que contribuye como pocos al producto bruto del país, depende de los fertilizantes de su principal proveedor: Rusia.
La incógnita que se irá despejando con el paso de las semanas o los meses es el grado de coordinación que tiene esta iniciativa de Lula con la estrategia global de Biden. No es la primera vez que Lula y Amorin se imaginan a sí mismos como mediadores de un conflicto en una combinación secreta con la Casa Blanca. Solo que la vez anterior salió pésimo. Fue en 2009, cuando Lula se propuso, junto con Turquía, como un puente con Irán en la cuestión nuclear. Obama le reprochó esa pretensión. Y Lula hizo publicar una carta reservada en la que el propio Obama le había pedido que hiciera la gestión. “No tenemos la culpa si, después de esa solicitud, Hillary Clinton desautorizó a su jefe”, explicaron entonces los diplomáticos de Brasilia.
Uno de los enigmas de este nuevo emprendimiento del presidente brasileño es cómo se integra en una relación con el Gobierno de Biden que comenzó siendo un idilio. Hay razones para esa amistad: la administración demócrata fue la que prestó una respaldo más categórico a la calidad de las elecciones brasileñas cuando Bolsonaro comenzó a insinuar, previendo un triunfo de su opositor, que serían fraudulentas.
¿Lula es, como pensaba ser con Obama, una pieza del ajedrez de los Estados Unidos? ¿O comienza a ser una nueva dificultad para Biden? ¿Hay que prepararse para la filtración de nuevas cartas? La historia todavía no fue escrita. Solo interesa apuntar un aspecto relevante del problema: este paso de los brasileños hacia el corazón de la política internacional se produce en un momento en que Washington decidió intervenir más en América latina. La excusa es la guerra de Rusia contra Ucrania. El verdadero objetivo, intentar poner un freno al avance chino sobre la región.
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