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El Tribunal Supremo de Trump marca la agenda política de Biden

El Tribunal Supremo de Trump marca la agenda política de Biden

Desde Richard Nixon, ningún presidente de Estados Unidos había tenido la oportunidad de nombrar a tres jueces del Tribunal Supremo en su primer mandato hasta Donald Trump. Lo pudo hacer gracias a las maniobras de los republicanos en el Congreso. La elección de jueces conservadores ha dado sus frutos. El alto tribunal ha cerrado esta semana un año judicial que ha dejado polémicas sentencias sobre el aborto, el cambio climático, las armas de fuego, la religión en los colegios, la vacunación obligatoria de trabajadores contra la covid, el papel de las agencias federales y la inmigración, entre otras cuestiones. Con una clara mayoría conservadora, el Supremo moldeado por Trump está marcando la agenda política del presidente Joe Biden.

Es solo el principio. En el próximo año judicial habrá una cara nueva en el tribunal, Ketanji Brown Jackson, la primera magistrada negra del Supremo, pero el equilibrio de fuerzas no varía. Los jueces ya han anunciado que se pronunciarán sobre casos en los que se cuestiona la discriminación positiva de minorías en el acceso a la universidad, el poder de las asambleas estatales —controladas en su mayoría por los republicanos— para establecer las reglas electorales por encima del criterio de los tribunales o la posibilidad de discriminar a parejas homosexuales alegando motivos religiosos, entre muchos otros. A medio plazo, se ven amenazas para el matrimonio gay o el uso de anticonceptivos. Aparentemente, el giro a la derecha no ha hecho más que empezar.

Los demócratas, indignados, piden una respuesta contundente, y en algunos casos algo extrema. “Primero sobre la armas, luego sobre el aborto, y ahora sobre el medio ambiente. Este Tribunal Supremo MAGA [en referencia al lema de Trump, Make America Great Again], regresivo y extremista, está decidido a hacer retroceder a Estados Unidos décadas, si no siglos”, señalaba esta semana Chuck Schumer, líder de los demócratas en el Senado, en un comunicado.

En referencia al nombramiento de Amy Coney Barrett para el Supremo, el tercero y último de Trump, Linda Greenhouse escribía en su libro Justice on the Brink (La justicia ante el abismo): “Era la culminación de un proyecto iniciado años antes, que se había encaminado por una senda cuidadosamente planificada, cuidada y expuesta a la vista de todos, salvo, claro está, que la mayoría de la gente no miraba o, si lo hacía, confundía los reveses ocasionales con una derrota duradera. Era un proyecto para recuperar el Tribunal Supremo” por parte de los conservadores.

Pese a que los republicanos solo han ganado en voto popular en unas elecciones presidenciales desde 1992 (las de 2004 con George W. Bush), el Supremo tiene seis jueces conservadores por tres progresistas. Algunos demócratas consideran que los republicanos les han “robado” dos nombramientos. Cuando el juez conservador Antonin Scalia murió en febrero de 2016, el líder republicano del Senado, Mitch McConnell, se apresuró a advertir de que no permitiría al entonces presidente, Barack Obama, nombrar a su sustituto. Obama propuso a Merrick Garland, un juez moderado, pero no hubo manera. “El pueblo estadounidense debe tener voz en la selección del próximo juez del Supremo”, dijo entonces McConnell, que exigió esperar hasta después de las elecciones de noviembre de ese año y la toma de posesión del nuevo presidente, aunque no había costumbre ni precedente que impidiera a Obama nombrar a un juez del Supremo a 10 meses de acabar su mandato.

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Tras ganar las elecciones, Trump eligió al conservador Neil Gorsuch, que ahora tiene 54 años. Los demócratas intentaron pagar con la misma moneda y bloquear la votación en el Senado ―el conocido filibusterismo―, como habían hecho los republicanos con Garland. Pero Mitch McConnell recurrió a la llamada “opción nuclear”, cambiando las reglas del juego, y Gorsuch fue ratificado por 54 votos a 45 (por mayoría simple). La relación de fuerzas no cambiaba en el tribunal, pues un conservador sustituía a otro.

La balanza se empezó a inclinar con el segundo nombramiento de Trump. El juez moderado Anthony Kennedy, que votaba en unas ocasiones con los cuatro conservadores y en otras con los cuatro progresistas, decidió jubilarse y el designado para sustituirle fue Brett Kavanaugh, que ahora tiene 57 años, más marcado ideológicamente.

Ceremonia de juramento del juez Brett Kavanaugh en presencia de su familia y el entonces presidente, Donald Trump, en Washington, en octubre de 2018. Chip Somodevilla (Getty Images)

El vuelco total se produjo con la muerte por cáncer de la mítica jueza progresista Ruth Bader Ginsburg el 18 de septiembre de 2020, a solo unas semanas de las presidenciales que enfrentaban a Trump con Biden. Pese a su bloqueo de cuatro años antes, los republicanos no dudaron en nombrar a su sustituta, la ferviente católica Amy Coney Barrett (50 años), que fue ratificada por el Senado solo una semana antes de las presidenciales. Con ello, quedaba cimentado el Tribunal Supremo más conservador en décadas, listo para el giro a la derecha de las recientes sentencias. En 14 sentencias del último año judicial, entre ellas muchas de las más importantes, la polarización ideológica ha provocado votaciones de seis a tres a favor del bloque conservador.

George Washington eligió a los primeros jueces del Supremo en 1789 siguiendo criterios geográficos, según cuenta Bernard Schwartz en Una historia del Tribunal Supremo. La práctica que se ha convertido en habitual es seleccionarlos por razones ideológicas. Nombrar jueces del Supremo es una de las facultades más relevantes que tiene un presidente. Su cargo es vitalicio, salvo que decidan jubilarse o sean destituidos en un proceso en el Senado (impeachment). La mayoría conservadora del Tribunal Supremo está garantizada para muchos años, quizá décadas. Los magistrados conservadores de más edad son Clarence Thomas, de 74 años, y Samuel Alito, de 72.

Para los demócratas la situación es frustrante. Algunos buscan la manera de recuperar los puestos “robados”. Una de las más agresivas ha sido la congresista neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez. Ha reclamado el impeachment de algunos de los nuevos jueces por “mentir bajo juramento”. Ocasio-Cortez y otros demócratas argumentan que cuando comparecieron ante el Senado para ser ratificados, Gorsuch y Kavanaugh dijeron que el aborto era un asunto resuelto y subrayaron la importancia de los precedentes a la hora de dictar sentencias en el Supremo. No hicieron una promesa explícita de mantener la doctrina del caso Roe contra Wade, la sentencia de 1973 que instauró el derecho constitucional al aborto, ahora abolido, pero se refirieron al asunto como cosa juzgada, con “precedente sobre precedente”.

Otra propuesta que han aireado destacados demócratas como la senadora Elizabeth Warren es la posibilidad de ampliar el Tribunal Supremo, que ahora consta de nueve miembros, incluido su presidente. El artículo III de la Constitución de Estados Unidos no fija su composición. El Supremo inició su andadura en Nueva York, por entonces la capital, a comienzos de 1790 con seis miembros. Cambió de tamaño varias veces a lo largo del siglo XIX hasta que la ley judicial de 1869 lo fijó en nueve, dimensión que ha permanecido más de siglo y medio. El demócrata Franklin D. Roosevelt trató de ampliarlo en 1937 y el rechazo fue rotundo, incluso dentro de su propio partido. Algunos congresistas demócratas introdujeron un proyecto de ley en abril de 2021 para aumentar su tamaño a 13 miembros, pero la propia presidenta demócrata de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, rechazó llevar la propuesta al pleno. El propio Joe Biden rechaza ese atajo. “Eso es algo con lo que el presidente no está de acuerdo. No es algo que quiera hacer”, ha dicho esta semana la portavoz de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre.

Biden sí parece dispuesto a tomar otro atajo, la llamada “opción nuclear”, al menos con el aborto. En Estados Unidos para aprobar una ley hace falta una mayoría simple, tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes. Pero en la Cámara alta, para que se someta a votación hacen falta 60 de los 100 votos, así que en la práctica esa se ha convertido en la mayoría para aprobar una ley ―el Senado está ahora dividido, con 50 republicanos y otros 50 demócratas, más el voto de desempate de la vicepresidenta, Kamala Harris―. El filibusterismo inicialmente era activo: el debate se prolongaba con sesiones maratonianas, como inmortalizó James Stewart en el clásico de Frank Capra Caballero sin espada. Pero luego se ha convertido en pasivo y bastan 41 senadores para impedir que una ley se someta a votación.

Esa es la regla que cambió Mitch McConell para la confirmación de los jueces propuestos por Trump, pero la “opción nuclear” no se ha usado nunca para aprobar una ley. Los demócratas están dispuestos a hacerlo. “Tenemos que cambiar esa decisión aprobando Roe contra Wade como ley. La manera de hacerlo es votando en el Congreso. Si en el proceso se interpone el filibusterismo, deberíamos proveer una excepción”, dijo este jueves en Madrid Biden tras la Cumbre de la OTAN.

Biden y la jueza Ketanji Brown Jackson tras la votación del Senado del pasado 7 de abril que confirmó su nominación. Susan Walsh (AP)

El presidente también ha prometido estudiar una respuesta a la sentencia que recorta los poderes de la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA) para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero. Mientras no se apruebe otra ley, la EPA no puede establecer una regulación general para todo el país y será el Supremo quien tenga la última palabra sobre qué límites exceden sus competencias y cuáles no. “El tribunal se nombra a sí mismo, en lugar de al Congreso o a la agencia experta, como responsable de la política climática. No se me ocurren muchas cosas más aterradoras”, decían los jueces progresistas en su voto particular.

Ni siquiera la “opción nuclear” está al alcance de Biden. Una proposición de ley ya fue derrotada en abril en el Senado por 49 votos a 51. “Necesitamos dos votos más”, admitía este viernes el mandatario. Con su popularidad por los suelos por la elevada inflación, los demócratas se arriesgan a perder el control tanto del Senado (del que se renueva un tercio) como de la Cámara de Representantes (que se elige íntegra) en las elecciones legislativas de mitad de mandato, que se celebran el 8 de noviembre. El demócrata trata de convertir el aborto en baza electoral.

La reciente sentencia que permite llevar armas de fuego en público también desluce el tímido avance en la regulación logrado mediante un pacto en el Congreso entre demócratas y algunos republicanos. Y empieza a tener repercusiones. Nueva York ha aprobado una nueva ley limitando las armas en el transporte público y grandes aglomeraciones. Pero en Washington ya se ha presentado una demanda que reclama el derecho a llevar armas en el metro o en al autobús, alegando que la prohibición de hacerlo es inconstitucional.

Los jueces conservadores se consideran a sí mismos originalistas, fieles a la letra de la Constitución. Eso les lleva a ignorar o dejar en el aire derechos que se han consolidado más tarde, muchos gracias al propio Supremo. Eso no les ha impedido, en cambio, hacer un boquete en el “muro de separación” entre Iglesia y Estado al que se refería el presidente Thomas Jefferson en 1802 al glosar la Primera Enmienda. Las becas para acudir a colegios religiosos en Maine o el amparo al entrenador de un equipo de un colegio estatal a rezar tras los partidos en la cancha suponen derribar ese muro, según los magistrados progresistas.

Los jueces conservadores son propensos a quitar poder al Gobierno federal. Pero mientras han derogado el derecho constitucional al aborto, con el argumento de que son los Estados los que deben decidir, al mismo tiempo han declarado el derecho constitucional a llevar armas en público, sentenciando que no se debe dejar a los Estados decidir.

Que los Estados decidan es en ocasiones disfuncional en la política estadounidense. El gerrymandering, el diseño de distritos electorales manipulados a medida, distorsiona la representación en los legislativos estatales (también en la Cámara de Representantes, aunque en menor grado). En Wisconsin, en las últimas elecciones legislativas, los demócratas lograron una clara mayoría de votos, del 53%, pero los republicanos, con un 45%, se hicieron con 61 de los 99 escaños de la Asamblea estatal. Ese fenómeno tiende a perpetuarse y la única forma de bloquear las leyes es que el gobernador, que sí se elige por voto popular, las vete. Las sentencias del alto tribunal están avivando la polarización y la división del país entre Estados con leyes y derechos muy distintos.

Todo eso deteriora la calidad de la democracia estadounidense. Mientras, una encuesta de Gallup muestra que tanto el porcentaje de estadounidenses que aprueba la gestión del Tribunal Supremo como la de los que confían mucho o bastante en la institución se han hundido. La confianza ha caído al 25%, 15 puntos en dos años, desde el último nombramiento de Trump. Está en el mínimo histórico de una serie que arranca en 1973, justo el año de Roe contra Wade.

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