EL PAÍS

El viaje a ninguna parte de los migrantes latinoamericanos en Nueva York

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Los tumbos que Manuel, un venezolano de 24 años, lleva cuatro meses dando por Nueva York se le antojan hoy más cansados que el rosario de fatigas que arrastra desde que salió de Caracas, incluidos el cruce del Darién, la espera ansiosa en la frontera de EE UU o el hacinamiento en el centro de detención de Laredo (Texas). Desde que llegó a la Gran Manzana, en un autobús fletado por el gobernador de ese Estado, el republicano Greg Abbott, Manuel ha pasado por un campamento de tiendas de campaña en la isla de Randall, al norte de Manhattan; un hotel de 3 estrellas en el Midtown y, ahora, la terminal de cruceros de Brooklyn, donde duerme en un barracón con mil catres alineados, como sardinas en lata, ya que desde hace una semana acoge a migrantes varones que viajan solos.

Sus peripecias ilustran la dificultad de las autoridades de Nueva York para gestionar la llegada de 45.300 migrantes desde la primavera pasada, la mayoría, como Manuel, peticionarios de asilo; trasladados en buses, en ocasiones sin conocer el destino, desde los Estados fronterizos, cuyas autoridades, republicanas, pretenden así denunciar la política migratoria de la Administración de Joe Biden. Tan impotente se ve la alcaldía de Nueva York ―la red de albergues ya estaba dilatada por la gran población flotante de personas sin hogar, más de 70.000― que desde hace días está ofreciendo a los migrantes billetes de autobús gratis para viajar a Canadá. La huida que en su día emprendieron de sus países de origen se está convirtiendo, a medida que pasan los meses, en un viaje a ninguna parte; sus vidas, cada vez más precarias.

Con una gigantesca maleta rosa chicle como único equipaje, Manuel ―nombre supuesto: “Quiero volver a mi país algún día”, dice― no sabe si aceptar, frustrado en su inicial intento de recalar en otro Estado, donde vive un compadre. El gesto que más repite es encogerse de hombros; la misma entrenada resignación al abandonar el hotel del Midtown, que desde hace 10 días solo alberga familias. Como la del desertor Javier, un exsargento del Ejército venezolano, su esposa, Nazaret, y sus dos hijos: la más pequeña, en cochecito; el mayor, escolarizado a los tres días de llegar.

Manuel, “trabajador en cualquier cosa”, se resigna, porque “esto es lo que hay y no debemos olvidar ser agradecidos”, dice, en alusión al motín que otros compañeros de infortunio protagonizaron a la entrada del hotel, disconformes con su destierro a un lugar casi fuera del mapa. Carlos Herrera, un ecuatoriano de 44 años que emigró “para ganar dinero y saldar unas deudas que me ahogan”, y que nunca pensó llegar a Nueva York, durmió varias noches a la intemperie a la puerta del hotel para protestar por el traslado, “no bien había empezado a trabajar como plomero [fontanero] en un barrio que está al otro extremo [de la ciudad], pero perderé el empleo porque allá no hay metro”. La policía redujo finalmente a los díscolos y el alcalde, Eric Adams, muy aficionado a los golpes de efecto, pasó la noche más fría del invierno, la semana pasada, en un catre de la terminal, junto a los nuevos inquilinos del hangar, alrededor de medio millar.

ONG y voluntarios ponen parches en la acogida, pero la constante afluencia desbarata cualquier plan de sistematizar la ayuda. “Nueva York está al límite, a punto de romperse”, repite el demócrata Adams, cuyo discurso adopta un tono cada vez más parecido al de los gobernadores republicanos de la frontera, como demostró en enero en su visita a la ciudad fronteriza de El Paso. De Nueva York como “puerto seguro” abierto a todos, a “no hay espacio”; a la “crisis nacional” que merece una respuesta más contundente por parte de Washington.

Migrantes en El Paso durante la visita a la localidad fronteriza del alcalde de Nueva York, Eric Adams, el 15 de enero. JOSE LUIS GONZALEZ (REUTERS)

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La presión está poniendo a prueba la identidad de la ciudad, y provocando daños indeseados, como el intento de suicidio de un joven de 26 años en la terminal de Brooklyn, este jueves. Las organizaciones de acogida han denunciado las condiciones del lugar ―el quinto emplazamiento improvisado desde que empezó la crisis―, privado de cualquier medio de transporte público y al borde del agua. “Se halla en una zona de alto riesgo de inundaciones y expondrá innecesariamente a los residentes durante algunos de los meses más fríos del año”, lamentan en una respuesta conjunta la Legal Aid Society y la Coalition for the Homeless. “Los hoteles siempre han sido la mejor opción a corto plazo, en contraste con la instalación de tiendas de campaña en zonas inaccesibles de la ciudad propensas a las inundaciones”, como la terminal de Brooklyn y, antes, el campamento de la isla de Randall.

El barracón de Brooklyn es un dormitorio colectivo, “sin espacio ni privacidad, un lugar que suscita inseguridad e indignidad”, explican desde la concejalía de Inmigración, cuya responsable acaba de visitar las instalaciones. “Los déficits de los que alertamos hace semanas siguen vigentes, el primero de ellos, desdeñar las necesidades individuales de los migrantes”. Carlos Herrera ya barruntaba ese escenario sin haber puesto un pie en él. “Acá en el hotel tengo mi habitación individual, con una tele. No quiero televisión, no me hace falta, pero sí un sitio en el que descansar a solas cuando regrese del trabajo, no tengo por qué sufrir la fiesta de otros, que tomen y canten hasta la madrugada”, decía para justificar su empeño en seguir en el hotel del Midtown. La resistencia, arrebujado en una manta a la puerta del hotel junto con varias docenas de migrantes, le duró unas horas, hasta el pacífico desalojo policial.

Estas historias definen a grandes rasgos el perfil de la actual crisis migratoria: hombres solos, migrantes económicos o políticos; mayoría de venezolanos; y familias que, con un poco de suerte, hallarán acomodo en la ciudad y una escuela para sus hijos. Pero el desafío para las autoridades es mayúsculo, y Adams insiste en pedir ayuda federal, 1.000 millones de dólares para empezar a afrontar los gastos. “Seguimos cumpliendo nuestras obligaciones morales y legales y atendiendo las necesidades de las personas que llegan a Nueva York, pero como el número de solicitantes de asilo sigue creciendo, necesitamos seriamente el apoyo de nuestros Gobiernos estatal y federal”, insiste el regidor.

Javier y Nazaret, que dedican el día a empujar la sillita de su hija por las calles hasta que el frío los devuelve al hotel, lamentan la mala comida ―“A la nena no le dan los alimentos que toma, solo leche”― y la falta de ropa: “Nos mandan al ropero de Cáritas, aquí no tienen”. “Estoy buscando trabajo de lo que sea, construcción, hostelería… porque no podemos regresar a Venezuela si no cambian las cosas. Era imposible aguantar allí, hay huelgas y protestas a diario, como las de los maestros. Pero aquí la libertad es muy costosa, y no tenemos con que mantenernos”, explica Javier, que asegura que no han recibido ayuda para tramitar el asilo.

A su lado, Manuel le contradice: “No más cruzas la frontera [de EE UU], en el centro de detención al que te llevan, te someten a la declaración ‘de miedo creíble’, para demostrar si las causas que alegas para pedir asilo son ciertas. Ahí mismo empiezan los trámites”. Manuel exhibe el papel arrugado, doblado en ocho, que le dieron en el centro de Laredo, su único salvoconducto para abrirse paso en Nueva York. O en Canadá, “porque me han dicho que allá la concesión de papeles y de permiso de trabajo es más fácil”.

De momento, el peregrinaje de miles de seres humanos a la intemperie ya ha marcado en rojo un nuevo destino, la enésima lección de geografía: el paso fronterizo de Roxham Road, por el que el año pasado ya cruzaron a Canadá más de 39.000 migrantes. Solo en diciembre superaron los 4.600. La diligencia en los trámites y la oferta de las autoridades canadienses a mano de obra extranjera ―este año concederán 465.000 permisos de residencia permanente― son vistas desde Nueva York como la única salida para desactivar la crisis.

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