El viaje de ida y vuelta de un talibán decepcionado

Un combatiente talibán reza ante un vehículo militar, este viernes en Kabul.
Un combatiente talibán reza ante un vehículo militar, este viernes en Kabul.Bernat Armangue / AP

Faiz pide ayuda para salir de Afganistán. Uno más entre las decenas de miles, tal vez centenares de miles, de afganos que no ven futuro en su país. Salvo que Faiz no es un activista de los derechos humanos, ni miembro de una minoría perseguida, ni siquiera un parado a la busca desesperada de un trabajo. Faiz pertenece a los ganadores de la última guerra civil que se ha prolongado durante dos décadas. El hasta hace unas semanas orgulloso miliciano talibán ha descubierto que el Emirato Islámico no es lo que esperaba.

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Desprovisto del Kaláshnikov al hombro y el pañuelo con el que se cubría la cabeza, Faiz (un apodo para proteger su identidad) resulta menos fiero que cuando lo conocí entre la guardia pretoriana del gobernador de Parwan. El joven, que tras susurrar entonces su malestar ha aceptado venir a Kabul para ser entrevistado, tiene aspecto de buen chico, casi frágil, debido a su constitución enteca. Viste el tradicional peraan-e tumban (camisola y pantalones amplios, que en otros países del subcontinente llaman shalwar-e kamiz) y un chaleco, todo de color marrón. En la mano, una bolsa de plástico que no llega a abrir. Se muestra tímido. Su mirada es triste, pero a veces se le escapa una sonrisa.

La historia de cómo este hombre de 27 años se unió a los talibanes no es inusual entre los afganos. De padre pastún y madre tayika, su familia huyó a Pakistán en 2001 a raíz de los bombardeos estadounidenses y acabó en el campo de refugiados de Akora Khattak. Allí asistió a una escuela financiada por una organización caritativa árabe e hizo amistad con los hijos de un comandante talibán. A través de ellos empezó a frecuentar la vecina madrasa Haqqania, conocida como la universidad de la yihad por los numerosos yihadistas que ha producido. “En ocasiones íbamos a charlas o actividades. A veces nos quedábamos a dormir allí”, relata.

Fue así como inició sus contactos con los talibanes. Hasta que, al acabar el bachillerato, le pidieron que volviera a Afganistán, se matriculara en el sistema educativo estatal y empezara a realizar tareas de inteligencia para ellos. No tuvo dudas. Tras convalidar su diploma, entró en la universidad. “Recogía información sobre los empleados del Ministerio de Educación, sobre todo de la delegación provincial, y se la pasaba a un comandante talibán en Peshawar”, explica sobre su tarea.

Nunca le permitieron viajar a esa ciudad paquistaní para encontrarse con su contacto, a pesar de que Faiz quería ir para renovar su tarjeta de refugiado. La comunicación se establecía por internet o teléfono. Pero sabía perfectamente con quien hablaba porque era el padre de sus amigos de Akora Khattak, un antiguo muyahidín. No fue el único de aquella pandilla formada en el campo de refugiados que se unió a los talibanes. “Quienes no acabaron el bachiller se sumaron a la guerrilla; de los que terminamos, algunos se fueron a seguir estudiando a Francia y otros países europeos”, recuerda.

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A partir de entonces, Faiz pasó a llevar la doble vida de los agentes secretos. A la luz del día era un simple estudiante, pero siempre estaba atento para recabar datos que pudieran ser útiles a sus jefes. Al acabar la carrera, logró un puesto de profesor en una escuela del Gobierno, lo que le permitió seguir con su tarea de informador. Durante las vacaciones, se iba a las montañas para adiestrarse. Fue en esas escapadas cuando conoció a quien hoy es el nuevo gobernador provincial de Parwan, Mohammad Farid Kian Umari, un hombre de imponente presencia y porte fiero que ya destacaba como líder militar.

Las cosas se pusieron serias. “Lo que querían de mí era información sobre quienes trabajaban para el Gobierno, sobre todo en el Ejército y la policía. Les facilitaba listas y también datos sobre puestos de control y movimientos de tropas”. Enseguida subraya, no obstante, que él “solo pasaba información” y no se implicaba en los ataques. Preguntado si alguna de sus informaciones llevó a una operación concreta, sonríe antes de contestar “a veces”, pero evita entrar en detalles y asegura que sobre todo servían para que los talibanes pudieran evitar a las tropas gubernamentales que patrullaban por la zona.

Faiz nunca habló con su familia de su militancia. Sospecha que algunos parientes lo intuían. Pero como en muchas otras casas afganas, las simpatías se encontraban divididas. Tiene primos y tíos partidarios de los talibanes, pero dos de sus hermanos estaban con el Gobierno y se alistaron en el Ejército. Uno está ahora escondido. El otro ha logrado huir a Irán. “Me llamó para despedirse y me dijo: Hermano, ahora es tu Gobierno”, recuerda con velo acuoso en los ojos.

Todo cambió a finales de julio, cuando los hombres del comandante Kian se dispusieron a avanzar. “Estaba al tanto de los acuerdos de Doha y sabía que en los próximos meses llegaríamos a Kabul, aunque no esperaba que fuera tan pronto. Fue una sorpresa para todos. Nos habíamos preparado para tomar las comarcas, pero la orden era no entrar en las capitales provinciales. Así que [los de inteligencia] íbamos por las aldeas para informar a la gente de que era mejor para ellos no oponer resistencia porque no queríamos desatar una guerra”, cuenta el miliciano.

Su argumento era que “el Emirato Islámico iba a ser mejor que el corrupto Gobierno de la República”. Estaba convencido de ello. “En el Gobierno anterior si querías un puesto de trabajo tenías que pagar para conseguirlo. Somos gente pobre, no podíamos permitírnoslo”, elabora. Consideraba que en el Emirato eso no estaría permitido.

Comparte la visión de los fundamentalistas sobre el papel de las mujeres. “Deben tener un lugar en nuestra sociedad, son parte de ella, pero en el marco de la ley islámica”, defiende haciéndose eco de la línea oficial. A la pregunta de qué límites implica esa ley, habla de la necesidad de que se cubran en público (el hiyab) y que su trabajo esté limitado (sugiere de 8 a 12) para que puedan “ocuparse de la casa y los niños”. También se opone a la coeducación y afirma que cuando enseñaba se sentía incómodo teniendo alumnas en clase.

Faiz entró con sus compañeros en Kabul y el primer día fue destinado a uno de los accesos al aeropuerto. “No, no vi a los soldados americanos. Enfrente, teníamos a las fuerzas especiales afganas”, rememora. Al día siguiente, su grupo fue remplazado por miembros de la unidad Badri (las fuerzas especiales talibanas). “Tal vez debí de haberme ido en uno de sus aviones”, lamenta ahora.

Ideal derrumbado

Su ideal del Emirato Islámico empezó a derrumbarse cuando Kian fue nombrado gobernador de Parwan y se trajo a toda su parentela de Wardak (su lugar de origen) para ocupar los puestos de confianza. También le incomoda el relativo lujo en el que se ha instalado el preboste. “Él solía llevar una vida muy simple y ahora se hace traer la mejor comida. En diez años de lucha, no habíamos visto nada así”, dice señalando la pretenciosa oficina por la que el gobernador solo pasa de refilón. “Hubo días que no teníamos comida, nos alimentábamos de pan y moras”, recuerda. Además, a la pequeña partida de hombres que malvivía en las montañas durante los años de la guerrilla, se le han sumado repentinamente centenares de caras nuevas en busca de un hueco en el nuevo sistema. Faiz se siente desplazado.

Entonces llegó la batalla del Panshir. El joven agente fue enviado al frente con la misión de infiltrarse y convencer a los locales para que se rindieran. Pero los panshiris no aceptaron las condiciones de los talibanes. Y empezó la guerra. ¿Combatió? Vuelve a sonreír. “Tenía un arma para autodefensa, pero no maté a nadie”, responde. Cinco días después del despliegue, los talibanes habían plantado su bandera en Bazarak, la capital provincial, aunque las escaramuzas persistían en las montañas. Faiz ya se retiraba cuando se topó con varios cuerpos con signos de haber sido ejecutados de forma sumaria.

“Fue a las afueras de Bazarak. Había dos cadáveres al lado de la carretera, cuatro o cinco detrás de una casa y uno más cerca del río. Supe que los habían matado después de los combates y eso no está permitido. No fuimos allí para asesinar”, declara. Asegura que hizo un informe y que el responsable remplazó a la unidad involucrada, pero no tiene noticias de que recibieran otro castigo.

Decepcionado, el joven talibán insiste en que quiere dejar el grupo y volver a sus estudios. Por eso busca irse de Afganistán. ¿A dónde? “A cualquier lugar”, responde. Luego añade que algún país donde la gente tenga libertad. No ve contradicción en su defensa de un Emirato Islámico para Afganistán y la búsqueda de un país libre al que emigrar. “Este es un país islámico, y me gusta la sharía [ley islámica], pero en otro país, me adaptaría a sus normas”, afirma.

Tampoco cree que su pasado sea un impedimento para lograrlo. “No soy una persona conocida, no he hecho nada muy malo como matar a gente. Solo quiero continuar mi educación y vivir como un civil. Me gusta Europa porque tienen buenas leyes y libertad”, resume. “Si puedo, quiero hacer algo mejor. Ahora sé lo que es correcto y lo que no, previamente no tenía conocimiento ni experiencia”. Aun así, antes de despedirse se lo piensa mejor y pide que no se publique su nombre ni se le reconozca en las fotos.

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