El conde de Romanones, ministro, miembro de la Real Academia de San Fernando y diputado por Guadalajara, miró para otro lado. No lo quiso salvar. Ahora se cumplen 90 años del desmontaje del monasterio cisterciense de Santa María de Óvila (Trillo, Guadalajara) con destino a Estados Unidos. En el lugar donde entre 1175 y 1931 se alzó el imponente cenobio gótico solo pervive la base de los cimientos de su desaparecida iglesia y de un claustro renacentista, además de grandes paredones desnudos, en cuyo interior se guardan aperos de labranza y vehículos todoterreno. Pero su corazón ―la sala capitular, el refectorio, las habitaciones de los monjes o su portada― se halla desde 2008 en la abadía de New Clairvaux, a 300 kilómetros al norte de San Francisco (Estados Unidos). El conjunto fue donado por el Ayuntamiento de esta ciudad californiana a una comunidad religiosa benedictina tras haber permanecido abandonado en un muelle portuario desde 1941. El historiador José Miguel Lorenzo Arribas recupera ahora esta historia en el artículo Óvila (Guadalajara), noventa años después de su venta, que publica el Instituto Cervantes. “Por eso siento tanto rechazo hacia Romanones”, bromea.
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Alfonso VIII de Castilla quería afianzar su poder en las recientes tierras ganadas a los musulmanes en el centro peninsular, para lo que en 1175 ordenó la construcción del convento de Santa María de Óvila en lo que hoy es el término municipal de Trillo. Las crónicas describen su desaparecida iglesia como de cruz latina con tres ábsides. El interior estaba cubierto con bóvedas de crucería y presidido por una portada de estilo manierista profusamente decorada. El claustro que acompañaba al templo estaba cubierto con crucería ojival de doble arquería.
Este impresionante monumento se erigía en un feraz valle, a orillas del Tajo, rodeado de densos bosques. Fue centro cultural y económico de la zona hasta el siglo XV, cuando las guerras civiles provocaron la paulatina despoblación del entorno. En el siglo XVIII perdió en un pavoroso incendio toda su biblioteca, aunque la decadencia completa no llegó hasta 1835, con la desamortización de Mendizábal.
En 1928, el siempre necesitado Estado español se lo vendió por 30.000 pesetas a Fernando Beloso, director del Banco Español de Crédito, uno de los grandes terratenientes de la comarca alcarreña. En 1931, este se lo revendió ―se desconoce la cifra― al magnate de la prensa William Randolph Hearst, que inspiró el clásico de Orson Welles Ciudadano Kane. La intención de Hearst era volver a montarlo en su mansión californiana de Wyntoon, al noreste de California, donde acumulaba piezas adquiridas por todo el mundo. Pero las cosas no salieron como esperaba y las casi milenarias piedras españolas acabaron amontonadas en un muelle de San Francisco. Allí sufrieron numerosos actos vandálicos.
En 1932 el historiador Francisco Layna Serrano publicó El monasterio de Óvila, donde denunciaba lo ocurrido y cómo intentó detener la venta. “Me revolví airado contra el expolio, dirigiéndome en una carta un poco violenta al conde de Romanones, denunciándole el hecho y estimulándole para que impidiera la expatriación del convento de Óvila, pues era el más indicado para impedirlo y procurar una sanción al egoísta vendedor [no lo menciona, pero es Beloso], ya que además de prepotente político alcarreño, era ministro, director de la Academia de San Fernando y autor de una ley defensiva del tesoro artístico nacional”. Pero el conde no le hizo caso, señala José Miguel Lorenzo.
Recuerda Lorenzo también que Miguel España, periodista de Abc, fue uno de los pocos que en 1931 se alzó contra la venta en su artículo De cómo un americano se está llevando a su país el monasterio de Santa María de Óvila. “Cada pieza fue cuidadosamente envuelta en un fardo, sobre el que se marca un número y una letra, G o R, que debían indicar si eran góticas o románicas, dos estilos arquitectónicos predominantes”, escribió España.
Para llegar al antiguo monasterio y desmontarlo había que atravesar el río Tajo en barca, algo que solucionó Hearst abriendo un camino con un puente de madera y vías para vagonetas mineras. Una vez descargados, los sillares eran subidos a camiones que los transportaban a Madrid y luego, por vía marítima, exportados a Estados Unidos y guardados en el almacén Golden Gate Park del puerto de San Francisco. En 1941, el año en que se estrenó Ciudadano Kane, Hearst vendió todo a la ciudad por 25.000 dólares, y allí permaneció hasta 2000, cuando los monjes de la abadía de New Clairvaux (California) lo descubrieron. Era la guinda perfecta para su gran complejo monacal en el término municipal de Vina. Recogieron donativos y en 2013, con el asesoramiento de José Miguel Merino de Cáceres, catedrático de Historia de la Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, pudieron reconstruirlo.
Mientras tanto, en Trillo, solo un pequeño cartel de carretera en una rotonda señala el camino hacia el monasterio. Entre bellos paisajes, con la central nuclear como fondo, se llega a la finca privada donde se alza lo que queda en España del convento. Un cartel desgastado a los pies de los muros del cenobio vendido recuerda que “tan solo un año después de este irreparable daño, el 3 de junio de 1931, el Gobierno de la República declaró las ruinas de Óvila Monumento Histórico Nacional”. Pero la joya de la arquitectura ya no se encontraba en España. Faltan, recuerda el arañado rótulo, “la iglesia, el refectorio, la sala capitular, el dormitorio de los novicios y parte del claustro”.
Los propietarios actuales no permiten el acceso a los visitantes. “No nos interesa que se hable de esto. Es propiedad privada”, responden lacónica y educadamente mientras impiden hacer fotografías.
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