Cuando Elizabeth Wittlin abre la puerta de su piso en el madrileño barrio de Lavapiés, lo primero que se ven son sus ojos que parecen iluminar la habitación oscura donde invita a la charla. “Pronto celebraré los 90″, dice mientras cubre la mesita con canapés. Y empieza a narrar su vida. Sumergirse en los recuerdos y revivir escenas dolorosas y otras felices es lo que más la llena, confiesa.
En 1940, cuando tenía ocho años, hacía tiempo que en su Varsovia natal los judíos, como sus padres, sufrían insultos y vejaciones. Su progenitor, el célebre escritor Józef Wittlin —estos días Elizabeth está presentando en las capitales españolas la traducción de su novela sobre la Primera Guerra Mundial, La sal de la tierra (editorial Minúscula)—, era víctima de ataques antisemitas cada vez más feroces. Entonces la familia decidió huir a Francia.
Primero se fue el padre. Más tarde su esposa y su hija emprendieron una odisea a través del Berlín nazi, pasando por Bruselas, hasta París, donde llegaron en la primavera. Poco tiempo pudieron disfrutar de la libertad pues la invasión nazi los expulsó de París a Marsella, de Marsella a Madrid y luego a Lisboa. Durante meses la familia hizo cola en el consulado americano de la capital portuguesa para conseguir visados a Estados Unidos. Entre esos parias judíos que lo habían perdido todo y esperaban un turno que no llegaba, había una clara jerarquía: “El grupo de ricos judíos alemanes vestidos con abrigos de astracán negros nos miraban a los polacos con infinito desprecio”.
Al final, la espera dio sus frutos y la familia pudo embarcar en enero de 1941 en un navío que zarpó al son de una rumba cubana. Pero pronto la embarcación se vio sacudida por el oleaje del Atlántico invernal. El viaje a Nueva York estuvo marcado por el olor a vómitos en los dormitorios donde se hacinaban más de 40 personas. A la llegada, oficiales de inmigración subieron al barco y en el comedor interrogaron a los inmigrantes. La madre de Elizabeth era la única de la familia que sabía algo de inglés. Al desembarcar, aturdida, Elizabeth miraba la nieve amontonada mientras el viento helado la empujaba hacia ese gigantesco mundo nuevo en el que durante mucho tiempo se sentiría indefensa. “No nos exiliamos en pos de riqueza. Como simples refugiados nos vimos obligados a marchar contra nuestra voluntad para salvar nuestras vidas”, afirma, y añade pensativa: “El término emigración era, es y siempre será diferente del de exilio”.
En Nueva York, tras sufrir agravios por ser extranjera, Elizabeth empezó a patinar sobre ruedas y comer rebanadas de pan con peanut butter para parecer y sentirse más americana. También en la prestigiosa Fiorello LaGuardia School for Performing Arts su acento extranjero le granjeó el menosprecio de los demás alumnos. Pero su talento como dibujante le abrió las puertas y Elizabeth acabó convirtiéndose en escenógrafa en los teatros vanguardistas de Chicago, igual que, tras su traslado a Madrid, en los españoles.
Elizabeth muestra un sobre que contiene ilustraciones para El libro de la risa y el olvido, de Milan Kundera, que también sirvieron como dibujos para la escenografía de la versión teatral de la novela.
“La vida ahora es fría, como si se la tragara ese tiempo acelerado y ese orgiástico consumismo que todo lo devora”, reflexiona mientras ofrece como regalo la novela en español de su padre, considerado el Joyce polaco, amigo de toda la pléyade literaria de su país.
Es el momento de que Elizabeth Wittlin muestre la correspondencia de su padre con Gombrowicz, esas cartas que viajaban entre Nueva York y Buenos Aires.
Source link