Con la vuelta masiva al trabajo presencial en muchas empresas, ciegas a las ventajas del teletrabajo, han vuelto también los atascos a las carreteras. Hacía año y medio que no me comía hora y media de coche en un trayecto de media hora escasa de casa al tajo. Y confieso que, como casi todas las segundas primeras veces en la vida, fue una sensación agridulce. Hay una especie de libertad íntima en ese secuestro forzoso en el habitáculo de tu propio vehículo. Libertad de pensamiento, digo. No puedes bajarte y salir volando hacia la próxima excusa. Solo darle a la batidora en ese autoconfesionario y absolverte o condenarte sin más testigos que tu conciencia. No. No soy tan imbécil. Odio los atascos, claro. Pero sé bien de lo que hablo.
He perdido años enteros de mi vida atrapada en ese no lugar del alma mía. Ahí he tomado decisiones vitales y visto meridiano el título del artículo de la semana. Ahí he berreado canciones horribles de pura alegría y llorado a mares por todo y por nada. Ahí me he cabreado y reconciliado conmigo misma y con el mundo en 30 eternos kilómetros. Ahí he sentido las mariposas de la ilusión, el zarpazo del duelo y las garras de la ansiedad arándome el estómago. Ahí he entrado de buena mañana comiéndome el mundo y he salido a medianoche devoradita viva por enemigos invisibles. Ahí he visto a parejas comerse a besos en el coche de delante y a otras discutir a muerte en el de atrás, y viceversa. Ahí he rezado para que me aguantara el depósito hasta la próxima gasolinera apurando la reserva hasta las heces por no parar a tiempo. Ahí he metido y visto meter el morro entre el culo del de delante y el hocico de los vecinos del carril más rápido intentando ganarle un metro al espacio y un segundo al tiempo, y a la vida, como si ello fuera posible, ilusos. No, no soy tan imbécil. Sigo odiando los atascos. Ahora, encima, me veo más cansados los ojos, más hondo el hachazo del entrecejo y más barras en el código en el espejito de cortesía. No me extraña. Me ha pasado por encima una pandemia con sus duelos y quebrantos. Lo que echo de menos es a mí misma antes del virus. Por lo demás, un atasco, además de una jodienda, es una película de vidas cruzadas en tránsito. No es tan épica ni tan lírica como una road movie yanqui. Pero es la nuestra.
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