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Emmanuel Mouret, un Rohmer para el siglo XXI

La carrera de Emmanuel Mouret (Marsella, 51 años) ha sido una escalada constante hasta Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (2020), la decantación de su estilo, antaño más barroco en lo verbal. Autor de una decena de películas —ya tiene lista la decimosegunda— como El arte de amar (2011), Une autre vie (2013), Caprice (2015) o Mademoiselle de Joncquières (2017), siempre basadas en la palabra, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, que se estrena este viernes en España, supone un peldaño más en esa apuesta. En esta ocasión su ambición convierte la trama en un cóctel con estructura de muñecas rusas, a la que suma la influencia de la inteligente verborrea de Éric Rohmer, uno de los genios de la Nouvelle vague. Su radiografía del deseo, las crisis amorosas y los conflictos sentimentales le ha valido el premio a la mejor película de 2020 en los Lumière, los galardones que conceden los periodistas extranjeros en Francia, y el trofeo a mejor película del sindicato francés de críticos de cine.

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La historia arranca cuando un joven escritor viaja, tras un cataclismo sentimental, a casa de su primo en el campo. El familiar no está, pero sí su joven prometida, embarazada, y la pareja de desconocidos entabla una relación de confianza en la que se cuentan sus penas amorosas. Pronto la narración se ramifica y retuerce, según avanza el relato y crecen los personajes. “Cuando hablamos de amor”, cuenta Mouret por videoconferencia, “todo el mundo parece estar de acuerdo en qué es, aunque si intentamos definir ese sentimiento y sus reglas, empiezan las confrontaciones”. Y apunta: “San Agustín decía: ‘¿Qué es el tiempo? Si nadie me pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé’. A mí con el amor me pasa lo mismo”. Y por eso puede que vuelva a él una y otra vez: “Las cosas que me parecen más interesantes son las que no se pueden aprehender”.

De fondo, Mouret usa fragmentos de grandes obras de música clásica inspiradas en el amor, como un guiño que subraya y se burla de algunas de esas grandilocuentes decisiones sentimentales. “Fue un trabajo muy largo, que se hizo en el montaje; es más, la mitad del tiempo que trabajé en la edición lo destiné a buscar y concretar la música. Porque no solo me esforcé en encontrar las partituras adecuadas, sino también que fueran las mejores interpretaciones”. Desde que Mouret, actor ocasional, no aparece en sus películas, su estilo ha aumentado en “manierismo”, reconoce. “Hago planos más complejos, soy más exigente con los actores”.

El cineasta francés Emmanuel Mouret.

En las críticas francesas, el referente más mencionado de Mouret es Éric Rohmer. Él lo recibe feliz, y regatea otras posibles influencias procedentes del cine de Alain Resnais o Jacques Rivette. “Evidentemente, me siento cercano a esa época del cine francés, pero yo admiro a Rohmer. Lo conozco en profundidad, lo vivo de forma muy próxima. Y, si nos referimos a cineastas que hablen del amor y procedentes de Cahiers du cinéma, desde luego déjeme nombrar a François Truffaut”, apunta sobre sus referentes de la Nouvelle vague. Otro director obsesionado con el amor. “Desde luego, y de él me gusta que juega con la música como material urdidor de suspense en sus historias sentimentales”.

“Cada personaje se plantea preguntas morales. Todos albergan dos deseos contradictorios: quieren ser gente buena, que se preocupa por los demás, y a la vez les mueve la pulsión de consumar sus apetitos sexuales y sentimentales. Ese dilema me parece una cuestión contemporánea”

¿Hasta qué punto las historias que se cuentan los dos protagonistas son ciertas? ¿Puede que se las estén inventando para pasar más tiempos juntos? ¿Es una Las mil y una noches en la campiña francesa? “No lo había visto así, y sin embargo esa aproximación me parece muy bonita, porque nos contamos historias para disfrutar de la compañía mutua”, reconoce. Pero, ¿en el amor no se intenta estar el mayor tiempo posible con la pareja? “Bueno, no estoy seguro. Porque mis películas hablan del amor sin que yo quiera hacerlo. Me interesan más las situaciones. Así que entre escoger si el amor se basa en la intensidad del sentimiento o en la duración de la relación… Que otros resuelvan el dilema”. Y lo mismo pasa con la moral —con fronteras muy elásticas— del amor. “Cada personaje se plantea preguntas morales. Todos albergan dos deseos contradictorios: quieren ser gente buena, que se preocupa por los demás, y a la vez les mueve la pulsión de consumar sus apetitos sexuales y sentimentales. Ese dilema me parece una cuestión contemporánea”.

Al inicio de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, el protagonista se queja con amargura de que hoy en día todo el mundo quiere ser escritor. ¿Se puede sustituir esa profesión por la de cineasta y mantener la reflexión? “Cierto, me vale. Ser escritor o cineasta es una cosa seria. Por un lado, admiro esas labores. Por otro, defiendo cierta insolencia en su desarrollo. Las dos vertientes son necesarias para que cada época aporte aire fresco, renovación, a las creaciones”, contesta. “Mi personaje dice que tiene miedo de no ser interesante, y ella le responde que nunca se sabe cuándo una obra es interesante. Esa es mi conclusión”.


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