La heredera británica Ghislaine Maxwell se sentará en el banquillo de los acusados este lunes para cargar, dicen sus allegados, con sus culpas y con todas las que no purgó Jeffrey Epstein, a cuya trama pederasta Maxwell (París, 59 años) servía como las antiguas sacerdotisas al ídolo de los cultos paganos: con sacrificios humanos. Dedicada con celo y ardor a hacer la vida agradable a quien fuera su amante —una relación que añade perversión a la historia—, Maxwell está acusada de seis delitos basados en la captación de menores para satisfacer el voraz apetito sexual de Epstein, por los que afronta una condena de hasta 80 años de cárcel. La mujer ha defendido en todo momento su inocencia con distintas estrategias; la última, un giro de guion copernicano: su defensa pretende convencer al jurado de que un caso tan mediatizado ha viciado el proceso y distorsionará el veredicto.
El millonario Epstein se suicidó a los 66 años en su celda en el verano de 2019, apenas un mes después de ingresar en una cárcel de Manhattan, sin dar tiempo a ser juzgado por abuso de menores, violación y trama pederasta desde mediados de los años noventa; algunas de las chicas de las que abusó, o que ofreció a sus importantes amigos como anfitrión generoso, tenían solo 14 años en el momento de las violaciones y, según el sumario, de 2.000 páginas, eran reclutadas incluso a la puerta de sus colegios. La encargada de hacerlo era Ghislaine Maxwell.
Muerto Epstein, es su socia la que acarrea el oprobio. A partir del testimonio de cuatro víctimas, que serán identificadas por sus iniciales, los fiscales creen probado que Maxwell engatusó a las jóvenes, se ganó su confianza llevándolas de compras o al cine y, una vez reclutadas, se las puso en bandeja al pederasta Epstein, pero también a amigos de este como el príncipe Andrés de Inglaterra e importantes financieros. Epstein también frecuentaba a los Clinton, lo que dio pie a Donald Trump para ver teorías de la conspiración en torno a su muerte, un suicidio.
La estela tóxica del caso incluye un sinfín de dimisiones, la última la de Jes Staley, máximo responsable del banco Barclays, que habría ocultado la solidez de sus vínculos con Epstein y sus visitas a la mansión de una isla caribeña, uno de los escenarios de los abusos. El hijo de la reina Isabel de Inglaterra, que ha salido magullado, pero de momento indemne —jurídicamente hablando, no en términos de reputación—, tiene hasta mediados de julio para declarar acerca de sus tres encuentros con Virginia Giuffre, que en el momento de los hechos tenía 17 años. Parece como si la muerte de Epstein, en vez de cerrar el caso, solo hubiera dejado cabos sueltos.
Pero el hilo más firme del que tirar es Maxwell. El cliché de pobre niña rica, el glamur caído en desgracia, se convierte en su caso en el de pobre niña pérfida, a juzgar por los hechos que intentan demostrar los fiscales, como que presenció o incluso participó en algunas violaciones. En paradero desconocido durante un año tras la detención de Epstein, Maxwell fue detenida en el verano de 2020 en una oculta mansión de New Hampshire y desde entonces aguarda juicio en una abarrotada cárcel de Brooklyn (Nueva York), cuyas condiciones se han visto degradadas por la pandemia, como las de todo el sistema penitenciario del país.
La hija pequeña y predilecta del magnate de la comunicación Robert Maxwell, que bautizó el yate junto al que fue hallado ahogado en 1991 en su honor, Lady Ghislaine, ha hecho todo lo posible por zafarse de la prisión preventiva. Renunciar a la nacionalidad francesa y británica como garantía de que no planea fugarse. Un acuerdo de cinco millones de dólares. O un confinamiento domiciliario, custodiada por guardias armados. También el truculento relato, filtrado machaconamente por sus abogados, de sus padecimientos en la cárcel, como la caída del pelo o quemaduras en los párpados por efecto de la luz permanentemente encendida en la celda, un cubículo de 1,8 por 2,7 metros con un retrete y un catre de hormigón en el que ha permanecido, arguye la defensa, vigilada y “casi en aislamiento”. Pero todos sus lamentos han sido en vano: el juez le ha denegado la libertad provisional cuatro veces consecutivas, salvo un breve permiso carcelario en Navidad.
A Maxwell algunos abogados de la acusación particular la definen como la directora ejecutiva del entramado de abusos de Epstein. Pero la descripción que las testigos ofrecen de ella la representa a medio camino entre la gobernanta y la madama. Una villana, según los agentes del FBI, maestra en manipulación y que ejercía un control implacable sobre las chicas, para agradar cada vez más al cabecilla de la trama. La vieja figura retórica de la mujer que se sacrifica por el hombre que ama, o que teme, o que idolatra, mientras oficiaba de superintendente de las mansiones del millonario.
A pocas horas de que empiece el juicio, la defensa ha logrado su primer triunfo, al conseguir que la jueza de distrito de Manhattan conceda permiso para declarar a Elizabeth Loftus, una psicóloga especialista en “falsos recuerdos”. La idea es demostrar que las víctimas llegaron a creerse lo que contaban por una distorsión temporal en sus vivencias, sin mentir deliberadamente; es decir, que lo que oían del suceso —en un caso mediático por antonomasia como este— alteró sus recuerdos de lo vivido. A la acusación esta línea le parece cogida con alfileres, pero Loftus ha testificado en cientos de juicios, entre ellos el del productor cinematográfico Harvey Weinstein, un depredador sexual cuyos abusos originaron el movimiento Me Too. Loftus siempre ha sido llamada por las defensas, aunque en el caso de Weinstein no logró su objetivo, al ser condenado. Los fiscales federales han pedido a la jueza que limite la declaración de Loftus, cuyas tesis consideran no fidedignas. La defensa también llamará a declarar a otro psicólogo, Park Dietz, para refutar el engaño pérfido y capcioso en la captación de las chicas.
Pero el caso ha dado aún más piruetas en los últimos días. La familia de Maxwell denunció el miércoles su “detención arbitraria” ante la ONU. Los hermanos de Maxwell alegan que lleva “en confinamiento solitario unos 500 días” y que se han violado su derecho a la defensa y su presunción de inocencia, por lo que han recurrido a dos abogados expertos en derechos humanos para elevar una queja al Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria de la ONU.
Los letrados, François Zimeray y Jessica Finelle, argumentan que Maxwell está sometida a unas condiciones “inusualmente rigurosas”, algo que califican de “injustificado y discriminatorio”, y sugieren que EE UU la quiere mantener viva “a todo coste”. “Es como si Ghislaine Maxwell estuviera sufriendo las consecuencias del fracaso de la Administración de EE UU para garantizar la vida de Jeffrey Epstein”, dicen. No por casualidad, el diario The New York Times publicó el martes un resumen de las 2.000 páginas que obran en poder del sistema penitenciario sobre el mes que Epstein pasó en la cárcel. Y sí, las sospechas de negligencia, o cuando menos desidia, por parte de los funcionarios encargados de vigilar al magnate se confirman, negro sobre blanco, en los documentos. Es otra baza que esgrime la defensa de Maxwell: que con la heredera la Administración muestra mano dura para curarse en salud y acallar las críticas sobre la impericia de los funcionarios que facilitó el suicidio de Epstein.
Demonización, caso viciado por la luz y taquígrafos, dudas sobre la imparcialidad, prejuicios mediáticos; justicia o venganza: el caso Maxwell promete hacer correr aún más ríos de tinta. El de hacer periódicos fue el viejo negocio de su padre, un magnate de la comunicación igualmente caído en desgracia a título póstumo, al descubrirse, tras ahogarse al caer del yate en las Canarias, que había desviado parte de los fondos de pensiones de sus empleados para tapar agujeros en su deficitario conglomerado mediático. Fue entonces cuando Ghislaine abandonó Europa y emprendió una vida de glamur y lujo que ha terminado en una inmunda celda de una cárcel de Nueva York.
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