En caso de duda… “llame a la policía”


Limón es una calle pequeña del centro llena de edificios con balcones diminutos. Sus dueños se asoman unos segundos para que el sol les bañe la cara. La divide en dos tramos una placita empedrada y en cuesta rodeada de árboles. Hace nada era una calle de oro. Era difícil encontrar un local vacío. Los dueños de los 10 negocios se sabían tan exitosos que este año le habían planteado al Ayuntamiento celebrar el Día de la Calle Limón, una jornada entera de gente caminando arriba y abajo por ella, como si fuera una ciudad en miniatura. Ese 4 de julio cítrico no existió. Ocho meses después, la mitad de los comercios ha bajado la persiana. La otra mitad sobrevive a duras penas. A ratos parece un lugar mortecino. Igual que en su día representó la bonanza de un Madrid turístico, hostelero y nocturno, donde se mezclaban los vecinos de toda la vida con los clientes de Airbnb, hoy es la viva imagen de los efectos de la pandemia.

“Nos cayó un meteorito”, resume Hernán Eliçabe, al que llaman Pino. Era el propietario de Macanudo, un bar donde se cocinaban hamburguesas con carne de vacas criadas en la sierra. Cuando mejor le iba el negocio surgió un primer brote de coronavirus en Wuhan, una ciudad china. Parecía algo lejano. Eliçabe calculaba que 2020 iba a ser el mejor año de vida del Macanudo, que crecía por el boca a boca. Pero la Covid-19 también llegó a Limón. El estado de alarma. Los cierres. Ni Macanudo ni otros cuatro bares han sobrevivido. La mitad de los que había en la calle.

Aunque el final es el mismo, cada uno tiene su propia historia. Eliçabe no se entendió con el dueño del local, que según él no quiso rebajar el alquiler ni ajustarse a la nueva realidad. “Fue una decisión dolorosa. Pero no tenía sentido seguir trabajando en esas condiciones”. A veces recorre Limón y se le encoge el corazón: “Es que ahora da verdaderamente mucha pena”.

El teléfono suena a la hora de la comida en El Palmar de Vejer y quizá ese sea el único ruido que se escucha en ese momento en este pueblito costero frente al mar, en Cádiz. Lo descuelga Olivia Heyraud, francesa de 42 años. Regentaba La Cajita de Dori, un bar que durante cinco años funcionó como un reloj. Los días de buen tiempo se llenaba la terraza que montaban en la placita inclinada, Guardia de Corps. La buena programación del centro cultural Conde Duque les beneficiaba. Una mala los dejaba tocados. Heyraud hacía obras en casa cuando se empezó a hablar del confinamiento y se trasladó a El Palmar, donde tenía una amiga, con su familia, un marido y dos hijos. Parecía algo temporal. No ha vuelto y ha traspasado el negocio por un precio bajo. La suya fue una de esas familias que cambió de vida de forma radical. “Mis hijos son super felices, libres, tenemos muchísima calma, sin estrés. El ritmo de vida con un bar es excesivo. Los niños piensan que estamos de vacaciones, nunca habían convivido tanto con sus padres”, cuenta.

Manuel Mesías, de 33 años, y Víctor Hernández, de 31, venezolanos los dos, eran camareros en la Cajita. Han estado en el Erte hasta que el negocio ha cerrado definitivamente. Abrieron el último mes para despachar el género que quedaba. Si un señor pedía un vermú, ellos le decían: “caballero, cerveza o cerveza, elija”. Ahora buscan empleo. Se integraron en el barrio, con modernos recién llegados y vecinos de toda la vida, que ya estaban cuando aquí estaba la primera fábrica de la cerveza Mahou y la gente bebía en Limón una cerveza con encurtidos que compraban en una calle de al lado. “Esto pasará y dentro de dos años esto estará lleno de Vips y Starbucks”, reflexiona Manuel.

Sobre las antiguas ruinas nacen los nuevos imperios. ¿Lo será el beerpong? Es un juego americano que consiste en encestar una bola de ping pong en los vasos de tu rival para que beba hasta que se emborrache. En Limón esto suena excéntrico, pero Nicola di Francesco, venezolano de 26 años, acaba de montar un bar (Black and yelow) con una sala de beerpong. Se ha lanzado del trampolín con la piscina casi vacía. Pero resiste. Vende cachapas a domicilio. “Estaba harto de ser empleado. Si voy a echar 20 horas que sea en mi propio negocio”.

Miguel García lleva 23 años regentando la taberna de Corps: “Esta es la peor crisis que he vivido”. Hace la mitad de caja que antes. Tiene más de 60 años y por la cabeza se le ha cruzado la idea de jubilarse, pero tiene una responsabilidad con los camareros, que llevan muchos años trabajando aquí. “Hay que dejarlos como Dios manda. Hay que aguantar como se pueda. Como mueres del todo es cerrando”.

En la siguiente esquina hay un restaurante mexicano. Taquería mi ciudad, se lee en el frontal. La puerta está cerrada con un candado de moto. El menú de la puerta ha cogido polvo.

—¿Habéis venido a comer aquí? — dice un vecino que ha bajado a tirar la basura—. Pues cerró. Una pena. ¡Se comía de muerte!


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