En el jardín de Voltaire

Evidentemente, este es el mejor de los mundos posibles, haciendo caso al filósofo Pangloss, tutor del Cándido inventado por Voltaire, y despreciando la pandemia, la desigualdad y otros percances que aquejan al viejo planeta azul. Ginebra es un buen sitio para evocar la muletilla de Pangloss que tanta dentera producía a Cándido. Claro que este es el mejor de los mundos posibles, y de hecho el propio Voltaire tuvo que exiliarse en Ginebra para escapar de la represión y censura imperantes en la Francia católica y borbónica de entonces. Por otro lado, fue aquí donde se publicó en 1759, traducida del alemán, la primera edición en francés de Cándido o el optimismo. Un cuento filosófico pero inmortal, pues sigue dando que pensar, además de lustre a la literatura y a la dignidad humana. Siendo un honor que se apunta Ginebra, una ciudad que en puridad se volcó en el ensalzamiento de su ilustre paisano Calvino. En la catedral de Saint Pierre casi te tropiezas con la silla de este, pero nadie se sienta en ella porque han puesto un cordón entre sus brazos.

La ciudad suiza exhibe solidez, de la clase que da el dinero, el éxito económico. No es extraño que este lugar se incline tanto ante Calvino, y casi nada ante su otro paisano Jean-Jacques Rousseau o ante un francés exiliado y siempre provocador como Voltaire. El Museo Internacional de la Reforma (musee-reforme.ch) tiene una sala con maniquíes parlantes en plena discusión teológica, sin obviar el tema de la predestinación. En Ginebra nunca han escaseado quienes se creen predestinados, y que se salvarán de todas formas puesto que son los elegidos. De hecho, los bancos ginebrinos son un clásico consuelo para evasores financieros, políticos ansiosos de refugio y familias reales que encuentran el sosiego fiscal (y de todo tipo) que da el lago de Ginebra y la excelencia de su chocolate con leche.

Ya lo repetía Pangloss, fiel discípulo de Leibniz, el filósofo del optimismo irreductible: “Todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles”. Y Cándido tenía que tragar con ello en su viaje por el globo, especialmente por la América hispana del siglo XVIII, donde no florecían los derechos humanos ni se alzaba el árbol de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pangloss aún tiene sus hinchas en este mundo, el mejor de los posibles en espera de ir a Marte, y de que se logre vacunar del coronavirus a la humanidad. Seguro que algún día habrá más medicinas, agua potable, alimentos y dignidad para los llamados seres humanos del siglo XXI.

Voltaire creyó que Ginebra le protegería contra los miasmas de la intolerancia. En 1755 compró la finca Saint Jean y lo primero que hizo fue rebautizarla como Les Délices (Las Delicias). Hoy es la sede del Instituto y Museo Voltaire (calle des Délices, 25), con un jardín francés donde las plantas parecen reproducir modelos geométricos. Mucho de lo que aquí exponen se debe al buen hacer coleccionista que empezó Theodore Besterman en la década de 1950. No solo acopió obras de arte relacionadas con Voltaire, sino sus manuscritos y cartas, de las cuales él mismo editó 107 volúmenes. En las salas destacan cuadros como El despertar de Voltaire en Ferney, de Jean Hubert, con el filósofo en camisón y gorro de dormir. Y la gran escultura de Voltaire sentado de Jean-Antoine Houdon. La bibliotecaria del museo, Stephanie Toro, vibra con los tesoros del escritor y filósofo que custodian, empezando por una primera edición de Cándido y por algunos objetos personales de Voltaire (aunque estos últimos no están expuestos). Como el citado gorro de dormir, una capucha de seda blanca adornada con hilo de oro que cuidaba los sueños de Voltaire, con su forma puntiaguda, como la nariz y el ingenio de su dueño. También guardan a buen recaudo uno de los relojes, con caja de porcelana pintada, que fabricaba en los talleres de su propiedad en Ferney, su siguiente residencia.

Bus de línea hasta el ‘château’

Voltaire tiene una calle en Ginebra y no falta un modesto café que lleve su nombre. Y eso que solo vivió en la ciudad cinco años. Supuso que allí le iban a tratar mejor los reformadores ginebrinos. Aunque ya en el siglo XVII en Ginebra se había prohibido el teatro y el de François-Marie Arouet no fue la excepción. Ni siquiera recordando que en 1718 estrenó en París su tragedia Oedipus (Edipo), la primera obra que firmaba como Voltaire, y que había escrito en la cárcel.

Pero el filósofo e intelectual parisiense no se fue demasiado lejos de Ginebra. Un autobús que sale junto a la estación de Cornavin tiene su última parada en Ferney-Voltaire, tras pasar la invisible frontera franco-helvética. En menos de una hora se llega a este pueblo francés donde en 1760 nuestro autor adquirió una gran extensión de terreno, hoy entre Francia y Suiza. Allí se alzó su château, una mansión fabulosa, convertida hoy en museo volteriano —cerrado ahora por la pandemia—, entre árboles centenarios y con los Alpes iluminando el horizonte. Las tierras de Voltaire llegaban hasta el actual aeropuerto ginebrino y, por otro lado, se extendían por Suiza, casi hasta las instalaciones del Centro Europeo para la Investigación Nuclear (CERN).

Ahí descansa también la ironía. No es verdad que este sea el mejor de los mundos posibles, pero no por inquina a un planeta aquejado de cambio climático e injusticia. Al contrario, pero esa especie de gusano subterráneo de 27 kilómetros que acoge el colisionador de hadrones del CERN sí llega a otros mundos. Como el del bosón de Higgs, apodado con optimismo la partícula de Dios. Ahí se plantean esos otros mundos posibles, de partículas subatómicas, universos primigenios y agujeros negros. Queda viaje. Ya lo decía el moderado y lúcido pesimista que era Cándido: “Hay que cultivar nuestro jardín”.

Luis Pancorbo es autor de ‘Caviar, dioses y petróleo. Una vuelta al mar Caspio…’ (editorial Renacimiento).

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