Hace unas semanas, países de todo el mundo se reunieron en Lyon para anunciar su contribución al Fondo Mundial para la lucha contra el SIDA/VIH, la tuberculosis y la malaria. Se prometieron casi 14.000 millones de dólares para apoyar la lucha contra estas enfermedades en los próximos tres años. Una cantidad respetable, pero lejos de estar a la altura de las crecientes necesidades a las que se enfrentan algunos países. Kinshasa, en la República Democrática del Congo, por poner un ejemplo. Entramos en uno de los pocos centros que atiende a pacientes con SIDA en estado avanzado.
Por François Sennesael**
Kinshasa se despierta, aún húmeda por una noche de tormenta que anuncia la llegada de la estación lluviosa. Con olor a petricor, ese olor tan particular que la tierra adquiere después de la lluvia, sólo el sonido de las motocicletas aventurándose en las calles embarradas ensordece el sonido de las gotas de agua que caen sobre los techos de hojalata. Aquí y allá, algunos vendedores están ocupados, esperando ofrecer a los viajeros más apurados cigarrillos y encendedores.
Frente a la torre de la Radio y Televisión Nacional Congoleña, decenas de personas esperan en un silencio casi monástico, esperando ansiosamente la apertura del hospital de día del Centro Hospitalario de Kabinda (CHK), dedicado a la atención de personas con VIH.
“Salí de casa a las 5:30 de la mañana porque para llegar hasta aquí tengo una hora y media de viaje en transporte público”, dice María*, de 21 años, con el oído pegado a su radio. “En enero me enteré de que soy seropositiva. Desde entonces, vengo todos los meses a la consulta para recoger mis medicinas”.
María mira hacia abajo. El camino hacia la aceptación de su estatus es obviamente largo en un país en el que el VIH sigue estando rodeado de graves prejuicios. Según ONUSIDA, 450.000 personas viven con el VIH en la República Democrática del Congo (RDC), es decir, menos del 1 % de la población. La enfermedad sigue siendo poco conocida. En comparación con otros países del sur de África, la RDC es un país llamado de “baja prevalencia”, pero esta situación va acompañada de una cobertura sanitaria extremadamente baja para las personas con VIH y de una estigmatización muy elevada. Estos dos factores hacen que el acceso a la detección, el tratamiento y la atención sea muy difícil. Menos del 60 % de las personas con VIH reciben tratamiento.
La mayoría llega demasiado tarde
En su oficina, junto a la sala de espera, Gisèle Mutshinia, directora del CHK, va directa al grano sin esperar a que le preguntemos. Entre llamada y llamada telefónica y unas cuantas miradas furtivas a través de la ventana, habla rápidamente y nos suelta algo que obviamente le quita el sueño. “El mes pasado, más de la mitad de los pacientes que acudieron al CHK se encontraban en etapas avanzadas de la enfermedad y necesitaban atención de emergencia. Y es demasiado tarde. Es como si estuvieran esperando a estar al borde de la muerte para venir a recibir tratamiento”. Suspira frustrada y nos lleva al edificio de atrás, dedicado a los cuidados intensivos y la hospitalización.
Bajo los ventiladores que funcionan a plena capacidad, los cuerpos atrofiados, frágiles y tullidos de los pacientes parecen perdidos en la inmensidad de sus camas. Aquí es común que un adulto pese poco más de 35 o 40 kilos. No se oye ni un ruido, como si la idea misma de quejarse fuera suficiente para acabar con la poca energía que les queda. Sólo el personal médico exagera el buen humor, consciente de que están permanentemente al borde del precipicio.
Stefano Zito, un médico italiano que trabaja desde marzo en este hospital gestionado por Médicos Sin Fronteras (MSF), no cesa en su asombro desde que llegó. “Como médico de urgencias, nunca he visto estas enfermedades en Europa. Es como vivir en un libro de medicina y ver todas las formas de VIH, incluso aquellas que parecen absolutamente imposibles”. Interrumpe nuestra conversación para atender a un nuevo paciente y prosigue: “El VIH no es una enfermedad, es un virus, que expone al cuerpo a una bajada de defensas. El SIDA surge cuando las defensas han bajado tanto que aparecen infecciones oportunistas. Y entonces…”. Se detiene, consciente de que continuar su explicación es inútil. Simplemente barre la habitación con sus ojos para entender, horrorizado, los estragos de este monstruo tan dañino.
“Que nadie lo sepa…”
La República Democrática del Congo, al igual que otros países de África central y occidental, carece de los recursos necesarios para luchar contra el VIH con éxito y proporcionar a los pacientes atención de calidad. En consecuencia, cerca de 13.000 personas murieron a causa del VIH/SIDA en 2018, casi 36 al día. El cóctel en marcha es especialmente potente: en primer lugar, servicios de detección, de información, de suministro de medicamentos y servicios de atención insuficientemente financiados y deficientes; a todo esto, se suman importantes barreras culturales, religiosas, económicas y físicas para el acceso a los exámenes de detección y a la atención.
Claudette* lleva semanas a los pies de la cama de su hijo en el CHK. Patrick*, de 36 años, es seropositivo y tiene tuberculosis, la infección oportunista más común entre los pacientes con VIH.
“En abril, Patrick estaba muy enfermo. No sabíamos que tenía el VIH”, dice Claudette. “Estuvimos cuatro veces en el centro de salud de nuestro barrio, pero no mejoraba. Tuvimos que pagar 40.000 francos congoleños (22 euros), que es mucho para mí. Nadie nos dijo que tenía VIH”.
“Cuando mi hijo se enteró por fin de su situación, me la ocultó durante semanas”, continúa diciendo. “Un día, empezó a escupir sangre y se desmayó, Entonces nos remitieron al CHK. Al principio, no quería que los médicos lo tocaran porque no tenía dinero. Pero me dijeron que aquí todo es gratis”.
Se supone que el tratamiento básico del VIH es gratuito en los centros de salud pública de la República Democrática del Congo. Esta gratuidad es falsa porque, en un sistema de salud en gran medida infrafinanciado, las “actividades de compensación” (la imposición de tarifas oficiosas para enriquecer la estructura o al propio personal) han pasado a ser la norma. Y crean una barrera para la atención en un país en el que las tres cuartas partes de la población vive con menos de 2 dólares al día.
“El VIH, ¡obra de Satanás!”
Claudette no contó a su familia ni a sus amigos que su hijo tiene VIH. En el Congo, tener un familiar con VIH significa excluirse de un tejido social protector y a menudo, esconderse en un subsuelo destructivo, y dice que su familia la culparía por no haber cuidado bien de su hijo. Hoy viven solos, escondidos, preocupados por que alguien descubra este secreto.
“Además de las tarifas impuestas por algunos centros, aquí el estigma y la religión también son problemas importantes”, dice Angéline Tenguiano, psicóloga del CHK. “Incluso en los centros de salud, las personas seropositivas son rechazadas por algunas enfermeras y médicos porque este virus no es muy conocido. La gente ya no se atreve a darle la mano o comprarle fruta en el mercado. Los pacientes se aíslan y se ponen en peligro”.
Jean*, de 43 años, diagnosticado seropositivo en 2010, tuvo que volver a acudir al CHK tras una primera visita a cuidados intensivos hace un mes. Esta vez estuvo cerca. Al borde de la muerte, viajó tres horas en autobús con su hermano John para venir hasta aquí. “Normalmente, cuando tienes una enfermedad, tomas medicamentos y el cuerpo se recupera. Con el VIH, no es así. Sólo mi padre lo sabe, pero me dijo que no dijera nada a nadie”.
En cada esquina, los profetas magos de los milagros lo proclaman: el VIH es obra del mismísimo Satanás. La persona seropositiva se transforma en un ser infame al que sólo la oración puede salvar. Stefano, médico de urgencias de MSF, lo admite. Los colegas congoleños me han aconsejado encarecidamente que no utilice aquí la palabra “VIH”, a pesar de que este es precisamente el propósito de este centro. Para algunos pacientes y sus familias, hasta la misma palabra es tabú”.
La medicina como último recurso
Frente al VIH, los pacientes y sus familias se ven desgarrados por diferentes tipos de racionalidades. Debemos proteger a nuestra familia, cuyo buen funcionamiento está por encima del individuo. Debemos arrepentirnos ante Dios. Y cuando este último tarda en responder y el dolor es mayor que la vergüenza, finalmente se recurre a la medicina, percibida como costosa.
Sin embargo, en Kinshasa y en otros lugares, el SIDA no es inevitable. Pascaline Rahier, coordinadora del proyecto de MSF sobre el sida en Kinshasa, lo repite hasta la saciedad. “Si los medicamentos esenciales estuvieran disponibles y subvencionados, y la atención fuera realmente gratuita, tendríamos muchos menos pacientes en estado avanzado. Y muchas menos muertes”.
En las estructuras apoyadas por la ONG en Kinshasa, la tasa de mortalidad de los pacientes en estado avanzado oscila entre el 25 y el 30 %. “Sigue siendo significativo, pero si no diéramos atención gratuita, es obvio que la mayoría de los pacientes morirían”.
Augustin*, de 9 años, dado por muerto cuando llegó a la unidad de cuidados intensivos del CHK en junio, es una prueba viviente del impacto que la atención gratuita puede tener en los pacientes con SIDA. Cuando llegó, apenas pesaba 5 kilos, y ahora viene todos los meses a las consultas para obtener sus medicamentos antirretrovirales. Si sigue un tratamiento adecuado durante toda su vida, podrá hacer que su carga viral (la cantidad de VIH en su sangre) sea indetectable y llevar una vida casi normal. A menos que tenga que enfrentarse a un entorno indiscreto, una religión reprobadora, medicamentos a veces no disponibles y gastos médicos prohibitivos.
“Necesitamos más recursos”
“En la actualidad no es posible un mundo sin VIH, afrontémoslo. Pero sí es posible un mundo sin pacientes avanzados”, afirma Pascaline Rahier. “Pero para eso hacen falta inversiones de los entes financiadores y una mayor inversión en servicios sociales por parte del Estado. Atención gratuita, más camas para pacientes en estado avanzado, un suministro estable de medicamentos, la lucha contra el estigma… todo esto no saldrá de la nada. Se necesitan más recursos para fortalecer la lucha y seguir adelante. Es una cuestión de salud, por supuesto, pero también una cuestión económica, porque un paciente en tratamiento puede trabajar, cuidar de su familia y llevar una vida normal”.
Alrededor de las seis de la tarde, con la luz vespertina anunciando los primeros indicios de la noche, la sala de espera del centro de tratamiento empieza a vaciarse lentamente, dejando que resuene el eco de la enfermera que llama a los últimos pacientes. Afuera, sentadas en un murete, algunas enfermeras hablan mientras comen algo. Ante ellas, con las manos levantadas hacia un cielo oscuro, la hermana de un paciente reza una oración, dando un aire místico a la situación. Al mismo tiempo, los médicos corren hacia un coche del que asoma un tobillo frágil. Un paciente llega a la sala de emergencias en un estado muy avanzado. Una vez más, médicos y enfermeros harán todo lo posible para que sobreviva y desafiar esta terrible estadística: en 2019, las tres cuartas partes de las muertes relacionadas con el VIH siguen ocurriendo en el África subsahariana.
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*Los nombres de los pacientes han sido modificados para guardar su identidad.
**François Sennesael es un politólogo especializado en problemas de salud en África. Actualmente realiza investigaciones en el Centro de Estudios Africanos de la Universidad de Oxford y ha trabajado para organizaciones médicas humanitarias como Alima y Médicos Sin Fronteras. Este informe se realizó al final de su misión con MSF en Kinshasa.