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En la nube


Dice el poeta Heine: ”Dios hizo el mundo en seis días y el séptimo llamó a Goethe y le dijo: haz tú las nubes”. Era la forma de rematar al menos con un bello adorno de algodón un mundo que se sabía de antemano que iba a ser un desastre. Si yo hubiera sido Dios, que no es el caso, se las habría encargado al pintor René Magritte. Las nubes que pinta Magritte constituyen formas esenciales de la imaginación humana. Son leves y rosadas; penetran la materia, entran y salen del cuerpo humano; unas se reflejan dentro del ojo como un espejo y se confunden con la mirada; a otras se las llevan consigo las aves en su vuelo bajo las alas y algunas descienden hasta el fondo del asfalto y se convierten en los fundamentos más firmes que mantienen en pie a las ciudades. En uno de sus cuadros se ve a dos caballeros adustos con gabán, uno de ellos apoyado en un bastón, que conversan caminando por una nube como si tratara de un agradable paseo por un prado una tarde de primavera. Cabe imaginar de qué irán hablando. De nada trascendente, por supuesto. Tal vez se cuentan uno al otro sus problemas de riñón o van presumiendo de pasadas aventuras amorosas o simplemente caminan en silencio porque ya se lo han dicho todo. No es en absoluto una pintura surrealista. Hay casos en que tener los pies en las nubes es la única forma de no pisar ninguna mierda aquí abajo. Pero hoy las nubes, lejos de ser un elemento poético como en el arte de Magritte, son solo una metáfora de internet, cuya nube se halla en distintos lugares secretos del planeta, guardada bajo tierra y en ella se almacenan todos los datos de la infinita maraña digital fuera del disco duro de tu computadora, a los que se puede acceder con solo apretar un botón. Por mi parte, la única nube verdadera será siempre aquella de algodón azucarado color de rosa que de niño compraba cuando llegaba al pueblo la feria.

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