En un video difundido en redes sociales, se observa un perro llevando en el hocico una cabeza humana en Zacatecas.RR. SS.
Los dolientes están velando el cadáver cuando un perro salta por encima del ataúd dejando una vela torcida. Es el esperpento de Valle-Inclán en Luces de Bohemia, empeñado el maestro en deformar la realidad para que la realidad brille en toda su plenitud. Así mismo se muestra en Zacatecas, en una imagen tragicómica que han grabado los vecinos: “Ese perro lleva una cabeza humana en la boca”, dice el del celular. El animal se pasea por una calle en apariencia tranquila, como un David ufano con su Goliat decapitado. Otra escena grotesca para el teatro en que se ha convertido México, con sus calles sembradas de cadáveres, llenas las bolsas de miembros descuartizados por cualquier parte, cualquier día. La violencia cobra tintes de esperpento.
Iniquidad semejante obliga a cerrar los ojos. Porque eliminar a los perros para escapar de una imagen así se antoja demasiado drástico, ¿verdad? Una cosa es cierta, y la repite el presidente a menudo: como México no hay dos. Qué culpa tendrá México. Que se sonrojen los policías y el Ejército, los fiscales y los jueces, los que no saben mandar y los que obedecen ciegos. La infamia ha ganado la partida. El espanto de la escena impele a apartar la mirada, sin embargo, ¿cuántas madres habrán dado al play una vez y otra más buscando en esa cara al hijo desaparecido? Al que andaba en malos pasos, pero hijo, al fin y al cabo. Hijo también de un país sin oportunidades que condena a miles de jóvenes a acortar su vida entre machetes, hoy empuñándolos y mañana víctimas de su filo.
Para celebrar Halloween, las ciudades se adornan con muertos vivientes, piernas y brazos ensangrentados esparcidos por todos lados, también lo hacen en México. Qué necesidad habrá, ¿no basta con ver la televisión, con leer la prensa a diario? En los quioscos, ciertos periódicos hacen mofa de los cadáveres de ayer con titulares chistosos sobre cuerpos tendidos a los que les roban la honra. Los vecinos se han acostumbrado a vivir en un cementerio, pisan el acelerador hacia la oficina dejando atrás el puente donde cuelgan varios cadáveres. En México es Halloween todos los días.
El perro de Zacatecas, con la cabeza de un hombre entre sus fauces, es por mérito indiscutible el símbolo de la degradación absoluta. Ni literatura que lo resista. La realidad está tan deformada que las palabras no sirven ya para describirla. Qué culpa tendrá el perro que atraviesa el claroscuro de la calle sin saber que alguien lo está grabando en lugar de correr entre alaridos. ¿Para refugiarse dónde? ¿En las dependencias de la policía? ¿En el despacho de la Fiscalía? Precisamente, el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Zacatecas se quejaba recientemente en su informe anual ante los congresistas estatales del aumento de jóvenes, más niños cada día, que son cooptados por el narco, la mayor empresa del país. Después los llamarán muertitos, pero no para subrayar su corta vida, sino la estrecha línea que separa el estar sobre la tierra o bajo ella. En la mitología antigua mesoamericana, los perros guiaban al muertito a cruzar esa senda.
Los mexicanos quieren celebrar su Día de Muertos con flores y ricas ofrendas. Traerlos por unas horas de nuevo a la cocina de la casa, atraídos por el aroma del cempasúchil hasta las cazuelas de barro rebosantes de mole con sus tortillas calientes. Eso, sí. Lo otro es solo un Halloween de mal gusto que obliga a cerrar los ojos. No es esta la realidad mexicana que sirvió a Valle-Inclán para sus tragedias grotescas. En este tiempo no habría tenido que deformarla.
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