¿En qué está pensando Modi?


En 2002, cuando el actual primer ministro indio, Narendra Modi, era ministro principal del Estado indio occidental de Gujarat, hubo más de 1.000 personas asesinadas en disturbios por causas religiosas y 200.000 personas se vieron desplazadas de sus hogares. La mayoría de las víctimas eran musulmanas. Aquellos asesinatos y traslados forzosos deberían haber supuesto el fin de la carrera política de Modi. En su lugar, sin embargo, hicieron que su nombre se conociera en todo el país.

En la comunidad hindú, muchos vieron en Modi a su salvador. Con sus supuestos 142 centímetros de tórax y su afición al duro esfuerzo (también supuesta, pero no vamos a entrar ahora en eso), se presentó como un hacedor de milagros capaz de reforzar el victimismo de los hindúes y, al mismo tiempo, su sentimiento de superioridad respecto a otras comunidades. En aquella época yo trabajaba como periodista en Bombay y era frecuente oír a hindúes cultivados y de las castas superiores hablar con admiración de que Modi quisiera recordar a los musulmanes que no les correspondía estar en nuestro lado de la frontera con Pakistán. Cuando visité Gujarat cinco años después de los disturbios para entrevistar a personas que habían perdido a sus seres queridos y sus hogares, me encontré con que las fronteras invisibles se habían materializado y los barrios se habían dividido en zonas musulmanas y zonas hindúes.

Las víctimas de las revueltas estaban confinadas en casas de una sola habitación que las organizaciones benéficas habían levantado a toda prisa a las afueras de los pueblos y ciudades. Sin ninguna ayuda del Gobierno de Modi, aquellos albergues provisionales se habían convertido en refugios permanentes. Casi en cada casa había una foto enmarcada y adornada de un ser querido que había muerto en los disturbios. Algunas imágenes eran de niños, y sus padres las descolgaban de la pared para ponérmelas en las manos. Entrevisté a esos padres, que tenían el corazón roto y quizá lo tendrían siempre, y después hablé con hindúes de clase media que elogiaban las dotes políticas de Modi y el desarrollo de la economía de Gujarat. Si habían muerto unos cuantos centenares de musulmanes durante su mandato, al fin y al cabo, se lo merecían.

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Y estas afirmaciones no eran excepcionales. Pronto iban a oírse en toda la India, cuando Modi obtuvo dos mandatos sucesivos como primer ministro del país. Las revueltas y los asesinatos de musulmanes no mancharon su historial político, sino que, al contrario, pasaron a ser condecoraciones que exhibía con orgullo al mismo tiempo que se burlaba de la oposición y los musulmanes desde su estrado.

Ni los presuntos liberales, ni el mundo empresarial, ni los multimillonarios indios emitieron un susurro de protesta. Muchos intelectuales, que tenían en los medios de comunicación una plataforma desde la que rechazar su fanatismo y las nefastas políticas de su partido Bharatiya Janata, como la desmonetización, la utilizaron para todo lo contrario: para ofrecerle su apoyo. Periodistas y estrellas de cine se peleaban para hacerse fotos con él. Se criticó a sus detractores por aferrarse a anticuadas ideas socialistas. Modi era el amigo de las empresas y del progreso. La India estaba camino de convertirse en una superpotencia. El que no se subiera al autobús del mesías acabaría aplastado por sus ruedas.

Ojalá esas palabras no hubieran sido más que una metáfora, pero, como casi todos los líderes autoritarios, Modi no sabe aceptar las críticas. En los últimos años, quienes se han atrevido a cuestionar su régimen han recibido el castigo en forma de inspecciones fiscales y detenciones. Numerosos activistas y periodistas languidecen en prisión en condiciones inhumanas y enfermos de la covid-19. Amplios sectores de la prensa y la televisión indias, en lugar de pedir responsabilidades a Modi y su Gobierno por sus políticas discriminatorias contra los musulmanes y sus proyectos perjudiciales para el medio ambiente, prefirieron ser su claque junto al ejército de trolls contratados por el partido para inundar las redes sociales de propaganda. Mientras no se vieran afectados sus intereses, les importaba muy poco quién vivía y quién moría.

La primera vez que oí hablar de las aterradoras súplicas de oxígeno en las calles indias sentí la misma impotencia que había experimentado durante los disturbios de Gujarat. Teníamos un Gobierno cuyas acciones podían salvar vidas (como podría haberlas salvado en 2002), pero cuyo emperador y cuyos soldados de a pie estaban ausentes.

Después de permitir que se celebraran multitudinarias fiestas religiosas hindúes como la Kumnbhamela y mítines electorales que fueron grandes focos de contagio, el Gobierno no hizo nada para corregir sus errores. Modi anunció por sorpresa el confinamiento en marzo de 2020, cuando había pocos casos de la covid-19 en el país, pero no aprovechó ni ese periodo ni los meses posteriores para hacer los preparativos necesarios en caso de que resurgiera el virus. Hoy estamos viendo las consecuencias de su inacción.

¿En qué estaba pensando Modi? No lo sabemos porque no concede ruedas de prensa. No presenta explicaciones ni disculpas. Los indios están muriendo por culpa de la crueldad y la incompetencia de su Gobierno, pero él no ha ofrecido palabras de consuelo ni condolencias. En su lugar vemos fotos de la tala de árboles y la construcción de calles para su proyecto estrella, Central Vista, que incluye una nueva residencia para el primer ministro. Las obras, cuyo coste estimado es de más de 2.000 millones de libras (2.300 millones de euros), están consideradas “esenciales”, por lo que la pandemia no ha interrumpido los trabajos. Mientras tanto, se pide a los indios que paguen si quieren vacunarse contra la covid-19.

En el Estado indio de Uttar Pradesh, el ministro principal, Yogi Adityanath, un sacerdote hindú que pertenece al partido de Modi y que es famoso por sus comentarios llenos de odio contra los musulmanes, ha amenazado a las personas desesperadas y los administradores de hospitales que publican peticiones de bombonas de oxígeno en las redes sociales con imponerles medidas de castigo, incluida la incautación de sus propiedades. Mientras tanto, ha equipado cuidadosamente los establos de su Estado con oxímetros y termómetros de infrarrojos.

A medida que el aire se oscurece por el humo de las piras funerarias, la indignación contra Modi aumenta. Se oyen murmullos en las redacciones de medios que, hace tan solo un mes, no se atrevían a decir una palabra contra las políticas del Gobierno. Si hubieran alzado la voz antes, quizá no estaríamos sufriendo hoy este apocalipsis. Pero se contentaron con mirar para otro lado siempre que el odio de Modi estuviera dirigido contra los musulmanes, contra aquellos a los que consideran el otro. Sin embargo, un virus no conoce fronteras y un hombre sin principios morales es un peligro para todos. Me pregunto si las legiones de admiradores de Modi se han dado cuenta de ello demasiado tarde.

Para derrotarle en las urnas debemos sobrevivir hasta 2024, que es cuando están previstas las próximas elecciones. Y eso, en estos momentos, parece muy difícil.

Deepa Anappara es escritora india, autora de Los detectives de la línea morada (Destino).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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