La supervivencia de los festivales especializados de danza no lo tiene fácil, por muy asentados que estén y prestigiosos que sean: bajan las subvenciones, la indiferencia de los políticos, la competencia desleal del ocio masivo, el encarecimiento progresivo e imparable de la producción de espectáculos; todo conspira en contra, pero estos eventos tienen una importancia capital y, algo, que no es otra cosa que el interés por la cultura de la danza, los hace seguir adelante. En 2020, el festival de danza de Montpellier cumple su 40ª edición; la Bienal de la Danza de Lyon llega a su 20ª edición, que son de los de más envergadura de Europa y globalmente.
El Festival Internacional de Ballet de Miami arriba también en 2020 a su 25º aniversario: un cuarto de siglo de andadura, con sus avatares y su experiencia acumulativa. El festival miamense sufrió un duro e inesperado golpe hace apenas poco más de un año con la muerte de su fundador, Pedro Pablo Peña, figura fundamental de la cultura cubana del exilio en los últimos 40 años, y muchos se preguntaron qué pasaría en el futuro inmediato, pero la continuidad estaba muy bien asegurada en la persona y el trabajo del exbailarín, maestro y coreógrafo de origen colombiano Eriberto Jiménez, que durante muchos años fue mano derecha de Peña, su más estrecho colaborador y asistente del Miami Hispanic Cultural Arts Center, como en la compañía Cuban Classical Ballet of Miami. Ahora ya todo se prepara en la llamada Casa Blanca del Ballet miamense (una de las pocas construcciones de estilo colonial originales subsistentes en La Florida) para la edición de 2020, que representa un hito de fecha redonda, tal como harán los festivales mundiales antes mencionados.
Desde sus primeras ediciones, el Festival de Ballet de Miami apostó por la inclusión de la danza contemporánea y del ballet moderno y más actual, un trabajo progresivo que ha dado al evento su prismática personalidad y su perspectiva más abierta. En esta 24ª edición, que se ha extendido desde finales del mes de julio hasta estos días de agosto, este argumento se ha verificado con creces. Las dos galas finales mostraron de una manera equilibrada y vibrante por dónde va la coreografía de ballet contemporáneo más vanguardista y qué presupuestos estéticos se manejan a la hora de remontar el repertorio, eso que llamamos “los clásicos del ballet”.
Tanto en el Teatro Filmore de Miami Beach como en el Auditorium del Condado Dade pudieron verse artistas de los principales teatros de Latinoamérica, que ya son antiguos y admirados visitantes del festival como Natalia Berrios y José Manuel Ghiso, del Ballet de Santiago de Chile, y Cicero Gomes y Manuela Vidal, del Ballet del Teatro Municipal de Río de Janeiro, derrochando espectacularidad virtuosa en Llamas de París. Entre otros bailarines cubanos establecidos en compañías de los Estados Unidos bailó Jorge Óscar Sánchez (uno de los últimos notorios casos de huída de la isla hacia Norteamérica) acompañado por Katherine Barkman en Don Quijote, ambos del The Washington Ballet; a Marize Fumero y Arionel Vargas, del Ballet de Milwaukee, primero en el pas de deux final de Manon y después en una creación de Laurent Deschamps sobre música de Puccini, con Isaac Rodríguez al piano. La muy técnica y proporcionada Gretel Batista (del Houston Ballet) bailó con Ihosvany Rodríguez (del Cuban Classical Ballet de Miami) el dúo de El reino de las Sombras de La bayadera de una manera sensible.
Gretel Batista, del Houston Ballet, con Ihosvany Rodriguez, del Cuban Classical Ballet of Miami. SIMON SOONG
El baile masculino, y esto es innegable, ha tenido un reverdecimiento en todo el orbe. Las principales escuelas de ballet tradicionales (Rusia y Francia, principalmente) han producido promociones de hombres brillantes. También encontramos a bailarines de gran proyección en los cubanos, norteamericanos, italianos o de varios países latinos. También el concepto, la célula del pas de deux de dos hombres se ha popularizado mucho. No es nuevo, pero antes escaseaba y en Miami dos muestras brillantes de esta variante, de lo mejor que nos habla de una nueva plástica. El holandés Marijn Rademaker con el italiano Matteo Maccini (Stuttgart Ballet) han coreografiado: What we’ve been telling you, sobre música de Schubert; y la gran sorpresa de este festival 2019: Caín y Abel (Poulenc/Mkranjac), bailado por dos artistas más que notables procedentes del Ballet Nacional de Eslovenia con sede en la Ópera de Lubiana: Petar Dorcevski y Filip Juric, re-coreografiado por Anja Möderndorfer sobre un original de Vlasto Dedovic, llevó al público a través de un intenso intimismo, sentido comunicativo del adagio y una mesurada poesía dramática.
Los tradicionales premios a la carrera y a la crítica de danza que otorga cada año el festival recayeron esta vez, respectivamente, en el reputado exbailarín y maestro Wilhelm Burmann (Oberhausen, Alemania, 1939), y en la muy premiada y reconocida crítica del The Washington Post, Sarah L. Kaufman (Austin, Texas, 1963). Por una repentina indisposición, Burmann no pudo estar presente y recoger su trofeo. Kaufman, única crítico de danza que ha obtenido el premio Pulitzer, comentó con admiración la variedad del festival y su comprometida continuidad la región.
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