Ensoñación en Friburgo

Aunque fue casi destruida en la II Guerra Mundial —el 80%—, Friburgo, como otras ciudades igualmente martirizadas, ha sabido salir de sus espantosas cenizas y hoy ofrece un semblante absolutamente risueño, placentero, tranquilo, dulcemente provinciano y maravillosamente acogedor. Lugar ideal para ser considerado como la típica escapada de fin de semana o, mejor, de puente, y paladear sus encantos, que son numerosos y que destilan recogimiento aunque no ensimismamiento, pues esta ciudad alemana dispone de una energía que se ofrece a los viajeros como si se tratara de un regalo que los sentidos desgranan con parsimonia deslumbrada (fue mi caso). Lo primero que hay que hacer para percibir esos latidos es pasear y dejarse impregnar por su particular ritmo, cadencioso, como los insólitos canalillos que recorren su casco viejo y que hacen pensar en un riego misterioso, pero que en realidad son el vestigio de un sistema de abastecimiento de agua potable en la Edad Media.

Hecha esa tarea previa de impregnación, sugiero que, cuanto antes, se desemboque en la plaza de la Catedral (Münsterplatz). No solo por la catedral en sí, magnífico edificio de estilo gótico que tardó 300 años en construirse y sobrevivió milagrosamente a los bombardeos, y por otros edificios deliciosos que conviven a su lado, sino por el mercado que se organiza en torno a ella de lunes a sábado y también —y si fuera verano— por las fabulosas terrazas que hay a una de sus veras, donde una cena, con la compañía de las brisas nocturnas y la iluminación de tenues candiles soñadores, puede resultar un auténtico regalo de los dioses. Además, las miradas escrutarán las piedras rojizas de la catedral y sorprenderán, quizás, algún destello errático en las vidrieras adormiladas.

En cualquier otro momento, el viajero, catapultado por esas corrientes del bienestar que trenza la ciudad, debe recorrer las callejuelas de ese casco viejo e ir navegando en sueños por los citados canalillos que pueden trocarse en casi canales si nos acercamos a la llamada Pequeña Venecia (Klein Venedig). También conocido como Barrio de los Caracoles por la abundancia de ese tipo de escaleras en sus casas, nos encontramos sin duda ante uno de los momentos cumbre del paseante que se topa con la Puerta de Martín —elegancia, encanto, misterio— y con la alegría del barrio, con sus tiendas, restaurantes, terrazas y el bullicio juvenil, muy contagioso. Los arroyos de las calles Gerberau y Fischerau parecen casi ríos metidos en el corazón de Friburgo, y las terrazas que hay cerca —como el biergarten de la cervecería Feierling— bullen de una alegría que se impregna del curso silencioso de esas aguas, donde navegan patos como si se tratara de barquitos de papel (los que los niños arrojan a los canales más pequeños para vivir el sueño de la navegación). En el otro extremo del barrio, la Puerta de los Suabos permite que fluyan las ensoñaciones vagabundas, motivo esencial de este particu­lar peregrino que se deja llevar por impresiones sin ton ni son, pero que llevan consigo ciertas verdades que se resumen en la experiencia de viajar hasta donde la razón no permite hacerlo (nunca), pero sí la sensación, el máximo radar que llevo siempre en la mochila, y que resulta infalible para saber qué hay de verdad en los lugares que visito.

En cualquier momento se oirá el maravilloso rozamiento de un tranvía, acompañado de la tintineante sonoridad de una campanita, que avisa de ese transcurrir que no tiene nada que ver con el tráfico habitual de una metrópoli, ni siquiera de una pequeña ciudad de provincias. Es parte del encanto de este enclave, en el que la principal calle comercial, Kaiser-Joseph Strasse, no chirría en absoluto con el conjunto de elegancias artesanas y comerciales que entretejen la ciudad antigua, pura delicadeza para cualquiera que admire la artesanía, el diseño y los detalles que endulzan la existencia por medio de la estética callada, es decir, la que vive en los objetos esenciales que alguien ha seleccionado con primor. Estaba en obras esa calle cuando la visité, pero ni siquiera entonces disonaba con el conjunto. Compras no compulsivas, miradas curiosas a los escaparates, ritmo lento de la vida que no repara en gastos con la admiración que se dispara sin querer, incluso a un banco pensado para el reposo y que parece hacer señas al paseante cansado.

Dos ayuntamientos y un museo

El vagabundeo dará inevitablemente con los dos célebres ayuntamientos, el viejo y el nuevo, arquitectura elegante y cadenciosa en los dos casos, insertos en la plaza homónima, también acogedora, envolvente, pacificadora. O se topará con Adelhauserplatz, que es otra invitación a la quietud que hace literalmente soñar, o con Augustinerplatz, donde está el Museo de los Agustinos, de inexcusable visita. También acabará en la universidad, especialmente si el viajero recuerda nombres señeros que explicaron o aprendieron en sus aulas, todos ellos gigantes de la filosofía o la sociología: Edmund Husserl, su alumno Martin Hei­degger, la alumna de este Hannah Arendt o Max Weber. Puede que entonces se levanten en su conciencia polvaredas —ecos del horror de la guerra y sus antecedentes—, pero es posible que también, ante todo, se imponga la reverencia ante obras de esos filósofos que no han caducado.

Quizás, para terminar, subir al Monde del Palacio (Schlossberg), donde cabe perderse en la contemplación panorámica de esta ciudad al suroeste de la Selva Negra rodeada de bosques, sumida en sus ensoñaciones, policromada con los reflejos del sol, no ensimismada pero sí entregada a su calma, la calma de su misteriosa hospitalidad. Otra terraza allí mismo puede poner fin al vagabundeo soñador: cerveza, brisa, sol, árboles y quizás una campana que se oye a lo lejos, el sonido del tiempo que se ha hecho música viajera.

Ángel Rupérez es poeta y escritor. Su última publicación es la edición y traducción de las cartas de John Keats (Alianza).

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