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Entre ‘caravaggios’ y sorbete de alcachofa en Roma

Roma se merece que gastemos nuestras suelas en patearla. Aparte de sus espectaculares museos, la ciudad italiana es un contenedor de belleza: no olvidemos que sus iglesias, siempre abiertas al público, son una lección de historia del arte occidental. Y si la caminata concluye en alguno de sus enormes parques con un cucurucho de helado artesanal en la mano, le podemos dar gracias a la vida.

Empecemos por la colina del Aventino. Sobre ella se encuentra la Villa Magistral (plaza del Cavalieri di Malta, 4), sede romana de la Orden de Malta, una hermandad católica fundada en el siglo XI. El recinto solamente es visitable los viernes previa reserva, pero para mirar por el orificio que hay en el centro de su portón de madera no se requieren trámites. Se conoce como il buco della serratura (el ojo de la cerradura) y a través de él obtendremos una vista única de la cúpula de San Pedro, perfectamente enmarcada en el agujero.

En el paseo por esta zona otro aliciente es dirigirse al Jardín de los Naranjos (Giardino degli Aranci), en la plaza de Pietro d’Illiria, que embelesa a cualquier visitante debido a sus fabulosas vistas. Junto al Circo Máximo, a pocos minutos de caminata, la naturaleza nos volverá a salir al paso en el Roseto Comunale di Roma (Via di Valle Murcia, 6), el rosedal más importante de la ciudad, en el que durante los meses de floración se muestran más de mil variedades de rosas de todo el mundo.

El camino ha de continuar por el centro histórico de Roma, en cuyos templos nos esperan cientos de obras de arte. Pero antes, y para recobrar fuerzas, nadie rechazaría un helado de Günther (Via dei Pettinari, 43), heladería situada a dos pasos del río Tíber, junto al Ponte Sisto. Su propietario es el artesano heladero Günther ­Rohregger, un ebanista nacido en los Alpes italianos que, con pasión y leche fresquísima, ofrece cremosas elaboraciones de sabores como pino silvestre. Los que se atrevan con un segundo helado lo tienen fácil: en Fatamorgana (Via dei Chiavari, 37A) encontrarán variedades como gorgonzola con higos o turrón salado, todos creados por la repostera Maria Agnese, ya que en Roma los mejores helados llevan nombre propio.

Ahora sí es el momento de visitar dos iglesias jesuíticas cercanas: la primera es el Gesù (Via degli Astalli, 16), templo barroco al que acudía a rezar el político Giulio Andreotti. En ella está enterrado san Ignacio de Loyola, pero lo que verdaderamente atrae a los visitantes es el apoteósico fresco Triunfo del nombre de Jesús, de Giovanni Battista Gaulli, que obliga a mirar al techo. En la plaza de Sant’Ignazio encontraremos la iglesia homónima, un templo de 1626 que sigue el modelo del Gesù. Su gran atracción es —atención, spoiler arquitectónico— la falsa cúpula de Andrea Pozzo, un trampantojo que nos dejará boquiabiertos.

No lejos de la plaza Navona se encuentra la iglesia de San Luis de los Franceses (plaza de San Luigi de’ Francesi), célebre por sus lienzos de Caravaggio dedicados a san Mateo. Y tras esta nueva sesión artística, ¿por qué no otro helado artesano? Stefano Marcutulli y su esposa, Silvia, son las almas de las recetas artesanales de la Gelateria del Teatro, cuyo prestigio se basa en el empleo de productos con denominación de origen, como limones de Campania o pistacho siciliano. Para ver más caravaggios hay que acercarse a la capilla Cerasi de la basílica de Santa Maria del Popolo, donde se encuentran La crucifixión de san Pedro y La conversión de san Pablo. En la misma plaza del Popolo se hallan también las verjas de los jardines de la Villa Borghese, donde los meses de verano se proyecta cine al aire libre.

Otro plan fabuloso es acercarse a la plaza de San Pedro, en el Vaticano. En la basílica aguardan maravillas como La Piedad de Miguel Ángel, pero fuera no faltan elementos para mirar. Sin apartar la vista del suelo, cerca del obelisco de la plaza se encuentran dos círculos de mármol con la inscripción “Centro del Colonnato”. Ahí hemos de situarnos para aplaudir a Bernini, pues desde ese punto logra que las cuatro filas de columnas que construyó a cada lado de la explanada parezcan una sola. Otra peculiaridad que veremos sobre el suelo junto al obelisco central es un catálogo de todos los vientos posibles, diseñados en forma de humanos que soplan con toda la fuerza de sus pulmones.

La mirada de Sorrentino

Para unas vistas cinematográficas de Roma, sin importar la hora del día, hay que subir a la colina del Gianicolo, o Janículo. Allí nos sentiremos en La grande bellezza, de Sorrentino, pues es el lugar donde filmó sus primeras secuencias, concretamente en la fuente del Acqua Paola, conocida como Il Fontanone por su gran tamaño, y a pocos metros de la Real Academia de España y de la iglesia de San Pietro in Montorio. Desde allí podemos llegar a pie a la Villa Doria Pamphili, que en su día era la finca de recreo de la familia Pamphili —la misma que regenta la pinacoteca Doria Pamphili, en Via del Corso— y que hoy, con sus 184 hectáreas, es el mayor parque de Roma. Además de imponentes pinares, robles y cedros, el recinto cuenta con un lago, un jardín secreto y una capilla.

La caminata puede finalizar en el Trastevere, animado barrio de la capital italiana por la noche, con sus terrazas y puestos callejeros. Pero antes de que anochezca hay que entrar en su iglesia principal: Santa Maria in Trastevere, en la plaza del mismo nombre. El templo permite viajar al siglo XIII, cuando se realizaron los mosaicos exteriores e interiores dedicados a la Virgen María. Después es hora del último helado del día y el sitio idóneo es Otaleg (Via di San Cosimato, 14A), es decir, gelato al revés. Su carta de sabores es estacional y apuesta por propuestas arriesgadas como un sorbete de alcachofa, menta y mandarina o los crocantes helados “de morder”.

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