Entre Samuel y Broncano


Me deja perplejo que en el caso de la muerte de Samuel Luiz en A Coruña se mantenga esa duda insistente en si fue o no un crimen homófobo. Me devuelve a esa época en que tantas veces tenías que explicar a tu entorno, padres, hermanos, amigos, profesores, jefes, que no eras como ellos y que tu característica específica, fuera la pluma, la belleza o la bondad, como en el caso de Samuel, podían costarte la vida si te cruzabas con la persona equivocada, con un plan marcado a sangre e ideología para aniquilarte. Como ha ocurrido con Samuel.

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Lamento que los gais influyentes del país, entre los que me incluyen varias listas, no hayamos podido evitar la muerte de Samuel. Por eso, pido perdón. Atrapados en nuestra burbuja feliz y confortable, no hemos sabido construir un entorno lo suficientemente fuerte para proteger a personas como Samuel Luiz. Su libertad, su juventud, su belleza, sus maravillosas amigas, con las que se tomaba selfis repletos de felicidad y normalidad. Su muerte ha dejado al descubierto que todo eso que creímos superado no lo está. Todavía no tenemos suficientes referencias para que Samuel evitara a sus verdugos, para que estos supieran que decir maricón es odio. Aunque serlo, pasearlo, disfrutarlo es otra opción de vida. No de muerte.

Antes de escribir esto, la RAI me invitó a participar en la emisión de las exequias de Raffaella Carrà. A mis ojos, fue como un funeral de Estado. Y lo celebré. No podía haber otra despedida para un mito. Destacaba entre la perfecta pompa el ataúd de pino silvestre acabado con fineza italiana. Los italianos todo lo hacen mejor. Incluso la construcción de un icono o una leyenda. En directo, intenté recordar, en un italiano macarrónico, la visita de Carrà a Why Not, un bar gay de los noventa donde con sus canciones se celebraba una misa nocturna divertidísima. Una noche Carrà apareció en la mítica escalera del abovedado y escueto recinto y, cuando consiguió bajar, avanzó hasta el DJ para abrazarlo. “Gracias por poner mis canciones”, le dijo. En ese momento aquella capilla se convirtió en catedral.

Quizás la estrella de Raffaella convertida en santa me insufló ánimos y transformé una noche triste en un rosario de fiestas. Así, acudí a la charla del arquitecto David Chipperfield en el espléndido jardín del Museo Lázaro Galdiano, donde hace años Palomo Spain echó a volar. Chipperfield conversó animadamente con Dani García, director de la revista Icon, y confesó que su carrera se había forjado en países que no eran el suyo, el Reino Unido. Aplaudí, asimilando: todo esto forma parte del privilegio, gente educada que ha aprendido a aceptar la diferencia como fuente de enseñanza y de conocimiento. El crimen de Samuel nos martiriza recordándonos que no somos todos así. Y, sin embargo, es esa evolución la que tenemos que convertir en educación para todos.

Seguí mi agenda de compromisos esa noche. Terminé sentado junto a David Broncano celebrando el final de temporada de La Resistencia con una entrevista de las suyas a Kiko Rivera. Kiko, siempre ocurrente y racial, le entregó a David una llave para entrar en Cantora. Me trajo a la memoria que en Madrid hay unas llaves de Miami y las tengo yo. Lo que pasa es que cuando llegas a Cantora, a veces no ves el nombre de la finca y puedes seguir de largo, le previno Kiko, socarrón. Creí ver en ellos dos Españas o al menos dos maneras de entender la televisión y sus crisis. Recordé que un amigo gemólogo me advirtió que crisis es una palabra griega que realmente viene a decir oportunidad. Para Broncano y Rivera fue un chance para disfrutar de sus diferencias. Como arquitectos construyendo un puente de paz entre lo cañí, lo urbano y lo respetuoso. Esa España que Samuel Luiz no pudo disfrutar.


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