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‘Érase una vez en… Hollywood’, ahora en versión libro

El Cadillac Coupe de Ville de 1964 de Rick Dalton, con Cliff Booth al volante, sale del aparcamiento subterráneo del edificio de la William Morris para tomar Charleville, y al rebasar una manzana dobla por Wilshire Boulevard.

Mientras el Cadillac de época y los dos tipos de época circulan por la concurrida calle, la subcultura hippy que ha invadido la ciudad como un enjambre de langostas desfila por las aceras con sus mantas, sus vestidos largos y sus pies descalzos sucios. Un nervioso Rick Dalton, que todavía no ha compartido la razón de su ansiedad con su colega Cliff, echa un vistazo por la ventanilla del coche y se permite un comentario asqueado sobre los transeúntes hippies:

–Mira a todos esos putos bichos raros. Esta ciudad era un sitio agradable para vivir, joder. Mírala ahora. –Y luego comenta con desdén fascistoide–: Te juro que tendrían que ponerlos a todos contra una pared y fusilarlos.

Salen del concurrido Wilshire y emprenden el regreso a la casa de Rick en Cielo Drive por calles residenciales más tranquilas. Rick saca con brusquedad un cigarrillo del paquete de Capitol W, se lo mete en la boca, lo enciende con su Zippo y cierra de golpe la tapa plateada con sus ademanes de tipo duro. Mientras consume un cuarto de pitillo de una calada, le dice al conductor:

–En fin, ya es oficial, colega. –Se sorbe ruidosamente los mocos–. Estoy acabado.

Cliff intenta consolar a su jefe:

–Venga ya, socio, ¿qué dices? ¿Qué te ha dicho el tipo ese?

–¡Me ha dicho la puñetera verdad, eso me ha dicho! –le espeta Rick.

–¿Qué te ha disgustado tanto? –pregunta Cliff. Rick vuelve la cabeza en dirección a su amigo. –¡Pues mira, enfrentarme al hecho de que he tirado toda mi puñetera carrera por el retrete, eso es lo que me ha disgustado, joder!

–Pero ¿qué ha pasado? –pregunta Cliff–. ¿El tío ese te ha rechazado?

Rick da otra larga calada a su cigarrillo.

–No, quiere ayudarme a entrar en el cine italiano.

La réplica de Cliff es rápida: –Entonces ¿qué problema hay?

–¡Que tengo que hacer películas italianas, joder! –grita Rick–. ¡Ese es el puto problema!

Cliff decide seguir conduciendo y dejar que Rick se desfogue. El actor traga otra bocanada de humo mientras se entrega a la autocompasión. En cuanto suelta el humo, reanuda su crónica:

–Cinco años de ascenso, diez años manteniéndome a flote, y, ahora, a pique a toda pastilla.

Mientras se abre paso por entre el tráfico de Los Ángeles, Cliff le ofrece un poco de perspectiva:

–A ver, para ser sinceros, yo nunca he tenido una gran carrera, así que me cuesta entender cómo te sientes.

–Pero ¿qué dices? –lo interrumpe Rick–. Eres mi doble de acción.

Cliff responde con franqueza:

–Rick, soy tu chófer. Desde que hiciste El avispón verde y te quitaron el permiso de conducir, solo soy eso, tu recadero. Y no me quejo. Me gusta llevarte a los sitios. A las pruebas de reparto. A las reuniones y esos rollos. Me gusta quedarme cuidando tu casa de Hollywood Hills cuando estás fuera. Pero ya hace mucho que no soy doble de acción a tiempo completo. Así que, desde mi punto de vista, ir a Roma para protagonizar películas no parece esa muerte en vida de la que hablas.

Rick le replica enseguida: –¿Has visto alguna vez un western italiano? –Y responde su propia pregunta–: ¡Son espantosos! Son una puta farsa.

–¿Ah, sí? –se extraña Cliff–. ¿Cuántos has visto? ¿Uno? ¿Dos?

–¡He visto los suficientes! –dice Rick en un tono autoritario–. A nadie le gustan los spaghetti westerns.

Cliff dice por lo bajo:

–Seguro que hay italianos a quienes les gustan.

–Mira –dice Rick–, crecí viendo a Hopalong Cassidy y a Hoot Gibson. Ver una mierda de western italiano, dirigido por Bernardino Merdolino y protagonizado por Mario Bananano, no me va a tocar la fibra precisamente. –Y concluye su diatriba sobre Italia tirando el cigarrillo por la ventanilla del coche–. Entiéndelo, todavía estoy cabreado por haber visto a ese bujarrón italiano de Dean Martin en Río bravo. Y no hablemos del puto Frankie Avalon muriendo en el puto Álamo.

–Repito –se aventura Cliff–, yo no soy tú. Pero a mí me parece que puede ser una experiencia vital bastante chula.

–¿Qué quieres decir? –pregunta Rick con curiosidad genuina.

–Pues pasarte el día rodeado de fotógrafos. Beber cócteles en mesitas con vistas al Coliseo. Comer la mejor pasta y pizza del mundo. Follarte a chicas italianas –conjetura Cliff–. Si me preguntas a mí, es mejor que quedarte en Burbank perdiendo peleas con Bingo Martin.

Rick suelta una risotada.

–Bueno, en eso tienes razón.

Luego los dos ríen, y muy pronto a Rick le empieza a aflorar una sonrisa. El hecho de que Cliff siempre esté apagando incendios para Rick ha sido una parte esencial de su dinámica desde que los dos formaron equipo. A veces son incendios figurados, como el de ahora mismo. El incendio que forjó su amistad, en cambio, fue un incendio literal.

Brad Pitt y Leonardo DiCaprio en ‘Érase una vez en Hollywood’, de Quentin Tarantino.

Sucedió durante la tercera temporada de Ley y recompensa (la temporada 61-62). A Cliff Booth lo habían llamado para que hiciera de doble del protagonista de la serie. De entrada, a Rick no le cayó bien Cliff. Y por una razón excelente: Cliff era demasiado apuesto para ser doble. Y Ley y recompensa era el harén de Rick. No necesitaba a ningún chulito, a quien además le quedaba mejor su vestuario que a él, metiendo baza en toda aquella reserva de mujeres. Pero luego empezó a oír historias de las hazañas de Cliff durante la Segunda Guerra Mundial. Se enteró de que no era un simple héroe. Era uno de los mayores héroes de la Segunda Guerra Mundial. Había ganado la Medalla al Valor dos veces: la primera, por matar italianos en Sicilia; y la segunda vez le habían concedido aquel honor tan distinguido por numerosas razones. Pero la principal era que, a excepción de los tipos que habían tirado la bomba de Hiroshima, ningún otro soldado estadounidense había matado a más soldados enemigos japoneses confirmados que el sargento Clifford Booth.

Rick habría estado dispuesto a pasarse meses saltando desde su silla de la cocina al suelo si con eso hubiera conseguido unos pies planos y así quedar exento del ejército (sobre todo en tiempos de guerra). Aun así, admiraba a los hombres que habían servido a su país y lo habían hecho con honor.

El fuego que había forjado el vínculo entre ambos hombres tuvo lugar cuando Cliff llevaba alrededor de un mes en Ley y recompensa. A uno de los directores de la serie, Virgil Vogel, se le ocurrió que el personaje principal de la serie, Jake Cahill, llevara un voluminoso chaquetón de invierno y que ese mismo chaquetón estuviera teñido de blanco betún de zapato de enfermera. En la vida real se habría visto ridículo, pero en una película en blanco y negro quedaría bien. El problema fue que los diseñadores de vestuario tardaron tanto en preparar el chaquetón que resultó imposible tenerlo listo para el episodio de Vogel. De manera que los productores simplemente lo dejaron para el siguiente episodio. Y, al final del siguiente episodio, a Jack Cahill le prendían fuego. Todo el mundo pensó que sería una buena forma de utilizar aquel enorme chaquetón de invierno que habían pasado tanto tiempo preparando.

Cliff estaba listo y dispuesto para rodar la escena del fuego. Pero, después de que le explicaran a Rick los riesgos que aquello implicaba, el actor decidió probar a hacerla él mismo. Así que le echaron líquido inflamable en la parte de atrás del enorme chaquetón blanco, bien lejos de la cara y el pelo.

Sin embargo, lo que no sabía el equipo y tampoco los diseñadores de vestuario (porque habían mandado la chaqueta a teñir fuera) era que el tinte blanco que habían usado tenía un 65 por ciento de contenido de alcohol. Lo desconocían, y no se lo habían dicho porque en el episodio al que estaba destinada inicialmente la prenda blanca no había ninguna escena con fuego. Así pues, cuando aplicaron una llama a la parte de atrás del chaquetón de Jake, con Rick dentro, la prenda se convirtió al instante en una antorcha.

Cuando Rick oyó el rugido de las llamas de su chaquetón, su pánico se avivó en la misma medida que aquella prenda inflamable. De inmediato sintió que las llamas le pasaban por los hombros y le danzaban y le crepitaban en torno a la cabeza. En aquel momento estuvo casi a punto de hacer lo peor que podría haber hecho en aquella situación: echar a correr presa del pánico ciego. Pero, justo antes de perder la chaveta, Rick oyó que Cliff Booth le decía con calma:

–Rick, estás encima de un charco. Déjate caer al suelo.

Y este obedeció y las llamas se apagaron enseguida, antes de que pudieran causar algún daño. Y fue entonces cuando Rick y Cliff se convirtieron en el equipo de Rick y Cliff.

La otra credencial realmente molona que había aportado Cliff Booth a la fiesta: además de ser un buen amigo, un buen doble de acción y héroe de guerra, en aquel mundo de fantasía, Cliff había matado de verdad. Solo en su serie de televisión, Rick se había cargado a unas doscientas cuarenta y dos personas. Eso sin contar a todos los indios y forajidos que había matado en sus películas del Oeste, ni a los ciento cincuenta en Los catorce puños de McCluskey. Interpretando al retorcido asesino psicópata con guantes de cuero de Jigsaw Jane, había despachado a la mayoría de sus víctimas con un reluciente estilete plateado.

Rick recordaba un día en que su doble de acción y él habían estado bebiendo y discutiendo sobre su personaje de Jigsaw Jane en el bar que había dentro del Smoke House, junto a Riverside Drive. Mientras hablaban y bebían, Rick le preguntó a Cliff si había matado alguna vez a un soldado enemigo con un cuchillo.

–A muchos –contestó Cliff.

–¿A muchos? –repitió Rick, sorprendido–. ¿Cuántos son muchos?

–¿Cómo? –preguntó Cliff–. ¿Quieres que me ponga a contarlos ahora?

–Bueno, sí –dijo Rick.

–Pues a ver… –Cliff pensó. Se puso a contar en silencio para sí mismo con los dedos, hasta que se le acabaron los dedos y tuvo que empezar otra vuelta al circuito. Por fin se detuvo y dijo–: A dieciséis.

Si en aquel momento Rick hubiera estado bebiendo de su whisky sour, poco le habría faltado para protagonizar una escena cómica donde lo escupía.

–¿Has matado a dieciséis cabrones con un cuchillo? –preguntó, incrédulo.

–A dieciséis japos en la guerra –puntualizó Cliff–. Sí.

Rick guardó silencio, se inclinó hacia delante y preguntó a su amigo: –¿Y cómo lo hiciste?

–¿Quieres decir cómo fui capaz de hacerlo mental y emocionalmente? –preguntó Cliff–. ¿O cómo lo hice físicamente y en términos prácticos?

«Uau, buena pregunta», pensó Rick.

–Bueno, supongo que, en primer lugar, cómo lo hiciste.

–Pues no siempre, pero la mayoría de las veces me acercaba por detrás de algún payaso y lo cogía por sorpresa. Al tipo se le mete una piedra en el zapato; entonces se queda rezagado respecto a su compañía para descalzarse y quitarse la piedra. Yo me acerco por detrás, le clavo el cuchillo en las costillas, le tapo la boca con la mano y retuerzo el cuchillo hasta que siento que la palma.

«Joder», pensó Rick.

–Ahora bien –dijo Cliff, con el índice en alto–, está claro que yo lo maté. Pero ¿murió por mi culpa o murió porque se le metió una piedra en el zapato? –filosofó Cliff.

–A ver si lo entiendo entonces. ¿Le clavas un cuchillo a un japo en las costillas –aclaró Rick–, le tapas la boca con la mano para ahogar el grito y luego lo tienes agarrado durante toda su puñetera agonía, hasta que se te muere en los brazos?

Cliff dio un trago de su vaso de tubo lleno de Wild Turkey a temperatura ambiente y dijo: –Eso mismo.

–¡Uau! –exclamó Rick, mientras se bebía una parte de su whisky sour frío.

Cliff Booth sonrió para sus adentros mientras veía cómo su jefe intentaba asimilar aquella idea y entonces le preguntó en un tono provocador:

–¿Quieres saber cómo se siente uno?

Rick levantó la vista y miró a Cliff.

–¿Qué quieres decir?

Cliff repitió en voz baja y en un tono lento y pausado:

–Te pregunto si quieres saber cómo se siente uno. –Y luego añadió, encogiéndose de hombros–: Ya sabes, para tu personaje.

Rick no dijo nada durante un momento. El bar pareció quedarse en silencio y por fin Rick Dalton dejó escapar un «sí» muy bajito.

Cliff sonrió a su amigo y jefe, dio un trago largo a su bebida, dejó el pesado vaso con un golpe sobre la barra y dijo encogiendo de nuevo los hombros:

–Pues mata a un cerdo.

«¿Qué?», pensó Rick.

–¿Qué? –dijo Rick en voz alta.

–Mata. A un. Cerdo –repitió Cliff en un tono siniestro.

Tras un momento de silencio, durante el cual las palabras «mata a un cerdo» quedaron flotando en el aire, Cliff se explicó:

–Te compras un gorrino bien gordo. Te lo llevas al jardín de casa. Luego te pones a su lado de rodillas. Lo abrazas, lo palpas, sientes su vida, lo hueles y lo oyes gruñir y roncar. Y entonces, con el otro brazo, le clavas un cuchillo de carnicero en el costado y esperas, hermano.

Sentado en el taburete de la barra, Rick escuchó a Cliff, hipnotizado.

–Chillará como un cabrón y sangrará como un hijo de puta. Y peleará. Pero tú lo tienes bien agarrado con un brazo mientras le sigues clavando el cuchillo con la otra mano. Y, aunque te parezca que ha pasado una eternidad, en algún momento del primer minuto notarás cómo se te muere en los brazos. Y ese será el momento en que de verdad sientas la muerte. La vida es un cerdo que sangra, chilla y patalea violentamente entre tus brazos. Y la muerte eres tú, abrazando un montón de carne inmóvil y pesada.

Cliff describía paso a paso la matanza del cerdo imaginario, Rick se iba poniendo más y más pálido, imaginándose que llevaba a cabo aquellas instrucciones en su jardín.

Cliff se dio cuenta de que tenía a su público agarrado por el cuello, así que se lanzó a degüello:

–Si quieres experimentar qué se siente al matar a un hombre, matar a un cerdo es lo más parecido haciéndolo de forma legal.

Rick tragó saliva mientras intentaba imaginar si sería capaz de hacer una cosa así.

–Luego te llevas el cerdo a la carnicería y les pides que te lo despiecen. Beicon… chuletas… paletas… pies de cerdo. Y te comes al animal entero. Así demuestras tu respeto por la muerte de esa bestia.

Rick dio otro trago de whisky sour.

–No sé si sería capaz de algo así.

–Oh, sí que eres capaz –le aseguró Cliff–. Puede que no quieras hacerlo, pero sí que eres capaz. De hecho, se podría argumentar que, si no eres capaz, no mereces comer cerdo.

Al cabo de un momento, Rick dio una palmada sobre la barra y dijo:

–Vale, joder, voy a hacerlo. Vamos a buscar un cerdo.

Por supuesto, Rick no lo hizo. El experimento planteaba tantos obstáculos que a Rick pronto se le fue el ímpetu. «¿Dónde compro un cerdo? ¿Cómo limpio toda la sangre del patio de la piscina? ¿Cómo saco el cerdo muerto del jardín? Seguro que pesa una tonelada. ¿Y si el cabrón me muerde?» Pero, aunque Rick nunca llegó a hacerlo, sí se lo planteó. Y eso ya suponía homicidio premeditado a sangre fría, parecido a los del asesino de guantes negros de Jigsaw Jane.

‘Érase una vez en Hollywood’

Quentin Tarantino.
Traducción de Javier Calvo.
Reservoir Books, 2021. 400 páginas. 19,90 euros.

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