Este es el escrutinio de un acto de fe.
En el monumento construido con granito escocés en Weixiang, China, se lee el siguiente fragmento del Libro de Isaías:
“Pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán”.
Dice David Wallechinsky -en su The Complete Book of the Olympics- que el mausoleo fue levantado el 9 de junio de 1991. Cuarenta y seis años antes había muerto, víctima de un tumor cerebral, el pastor Eric Henry Liddell, campeón en los 400 metros planos de los Juegos Olímpicos de París 1924.
Tenía 43 años. Correr fue su consuelo, y su plegaria.
Son insondables los caminos de El Señor.
Liddell -el hombre que hizo de su devoción una carrera de largo aliento, como el labriego Pablo de Tarso- nació en Tianjin, China, cuando su padre, misionero presbiteriano, cumplía con su labor de propagación de la palabra. Niño apenas, hizo el viaje a las Islas, a las que derivó el apostolado paterno.
Eric, el lado atlético de Eric, sobresalió desde temprana edad en los ejercicios físicos que habían sido utilizados por el pedagogo e historiador Thomas Arnold como herramientas para formación integral de niños y jóvenes británicos en el colegio de Rugby durante la primera mitad del siglo XIX. Las enseñanzas Arnold -amigo del poeta Coleridge y padre del famoso crítico Matthew Arnold- se ganaría la admiración del francés Pierre de Coubertin cuando decidió propagar el deporte en Francia y, luego, restablecer los Juegos Olímpicos en Atenas en 1896.
En 1924, Coubertin, desde el palco, y Liddell, desde la pista, se encontrarían representando dos formas del olimpismo moderno: el humanismo pedagógico y el atletismo religioso, en el que cuerpo y creencia se funden y se confunden.
Liddell llamó la atención de su padre por su extraordinaria habilidad en el rugby, deporte de conjunto que exigía velocidad, entereza y temple en quienes lo practicaban, y que había sido incluido en el programa olímpico de París 1900. Allí mismo -en ese 24- perdería su categoría olímpica, que recuperará en este 2024.
Todo en el deporte es cíclico, como aro que se entrelaza con hechos políticos, culturales, artísticos y espirituales.
En Reino Unido, desde la época medieval, el deporte estuvo estrechamente relacionado con la vida pública de la sociedad. Religión y deporte no fueron excluyentes; eran campos íntimos de la formación de los individuos; no es casual que, por ejemplo, los calendarios de la liga de futbol profesional se encimaran en las festividades cristianas como el Viernes Santo y las celebraciones navideñas.
Liddell -quien, como Pablo, quería saber cómo era conocido por Dios- se compartió en la comunión entre oración y acción. Leyó los salmos, las escrituras y los libros que conforman La Biblia con la misma convicción con la que salió a agotar las montañas de incalificable belleza de Escocia, que le sirvieron para fortalecer las piernas, oxigenar los pulmones y para desarrollar un estilo poco ortodoxo para las pruebas de velocidad: parecía un fondista en el manierismo de una liebre.
A diferencia de lo que sucedió con el futbol, en suya Federación Internacional se alinearon de manera independiente las naciones que lo conformaban, ante el Comité Olímpico Internacional el Reino Unido (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte) fue un contingente único. Eric, el atleta de Dios, formaría parte de uno de los equipos británicos más notables de la historia moderna. Y en el que convivirían diversas formas de fe: la judía, la presbiteriana y la anglicana. Todas uniformadas, como si de prueba de relevos se tratara.
Harold Abrahams, de ascendencia hebrea, y Eric Liddell, el futuro misionero presbiteriano en China, eran las caras más visibles de la pluralidad de creencias de aquel inolvidable equipo británico que la posteridad volvería famoso con la filmación de Carros de Fuego (Chariots of Fire, Hugh Hudson, 1981; con Ben Cross, en el papel de Harold Abrahams y Ian Charleson, en el de Liddell), película que ganaría los premios Oscar a mejor película, guión original (Colin Welland), vestuario y banda sonora.
A diferencia de lo que sucede en la cinta, Liddell siempre supo que “no le estaba permitido” competir en los 100 planos de París, quizá su mejor prueba, porque la final de la distancia estaba programada para el primer domingo de julio. El Escocés Volador, no corría en los domingos ni para entrenarse. Su vocación por el atletismo -sin mancillar su convicción espiritual- le permitió competir entre semana: en los 200 y los 400 metros.
Liddell -descansado de la responsabilidad humana de la prueba reina de los Juegos Olímpicos, los 100 metros- se preparó místicamente para vencer en los 400. El futuro escritor de novelas deportivas semanales, Jackson Sholtz, era un imbatible en los 200. Por más ayuda y misericordia que implorara Liddell era imposible arrebatarle la medalla de oro al estadounidense, quien además implementaría récord olímpico en la distancia. Aún así logró ganar la medalla de bronce en la distancia.
El 11 de julio se cumplirá un siglo de la consagración de Liddell en el atletismo olímpico. También engaña la cinta sobre el dramatismo y el sombro del resultado de aquella prueba. El escocés había depositado el cuerpo, el alma y el espíritu en aquella obra en la que se juntaron su impresionante poder concentración mental y su heroica resistencia física: tenía algo de estoico que le hacía no distraerse en el miedo; el Pastor era su guía, dijo, recitando los Salmos: nada me hará falta. Con una nueva marca mundial, Eric Liddell se hizo del primer lugar sobre el estadounidense Horatio Fitch y su compatriota Gay Butler. Había levantado las alas como águilas.
Como con Pablo, la devoción de Liddell no disminuyó con la gloria deportiva; aumentó gracias a ella. Un fragmento, anterior al citado, del Libro de Isaías dice:
Aun los jóvenes se cansan, se fatigan, los muchachos tropiezan y caen; pero los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas.
Eric decidió seguir los pasos de su Pastor y de su padre. Se casó con Florence Mackenzie, con quien tuvo tres hijas, y volvió a China para propagar el mensaje de paz. Toda gloria pasa por el martirio. Después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, en el frente oriental Japón se enfrentó a China, a la que invadió. Cuando las tropas del Emperador llegaron a Weixiang -en donde comienza este escrutinio de un acto de fe-, destinaron a Liddell a un campo de prisioneros. El Atleta de Dios, que había vencido al miedo y con el miedo había obtenido la gracia olímpica, padecía dolores insufribles de cabeza. El
El miércoles 21 de febrero de 1945, Eric Liddell exhaló.
Dejó pequeños apuntes sobre su credo atlético, en uno escribió: “corro para honrar a Dios con mi cuerpo y mi espíritu”.
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