¿Es Greta Thunberg nuestra única esperanza?: un libro para ser más sostenible sin sentirse culpable

¿Y por qué yo no hago nada?

Es hora de que nos miremos al espejo, pero a uno distinto del que nos devuelve nuestra imagen cada mañana. A uno que sea un poco respondón, en el que nuestro yo de la otra parte nos obligue a preguntarnos: «Oye, ¿y por qué nosotros no hacemos nada?». Porque antes de saber qué debemos hacer y hacia dónde debemos dirigirnos, conviene saber por qué hemos estado quietos todo este tiempo.

Estoy seguro de que lo primero que le dirás a tu reflejo será algo así como: «Oye, ¡que yo sí que hago mi parte!». O bien: «Quien debe hacer algo no soy yo, sino quienes tienen poder, los políticos y las empresas».

Así que te voy a decir cuatro cosas. La primera, que hay una serie de razones que no dependen de ti y que hacen que no te acabes de tomar del todo en serio esto del calentamiento global; ni eres peor persona, ni más egoísta, ni nada de eso. La segunda, que ni tú ni yo hacemos todo lo que podemos, aunque pienses que sí. La tercera, que lo que tú y yo hagamos importa. Mucho. Y que po­demos hacer mucho más de lo que te imaginas. Y la cuarta y úl­tima, que si no lo hacemos es en gran parte porque nos ponemos excusas que no se sostienen.

Todo esto me pilla muy lejos

Empecemos por lo básico. Vemos el cambio climático como algo lejano. ¿Quién no lo percibe como algo que sucede a miles de ki­lómetros de su casa? Si la imagen es un oso polar…, ¿cómo me va a afectar eso a mí? Además, todas las gráficas y previsiones de temperaturas que aparecen en los medios hablan del año 2100, y para entonces o seremos muy muy mayores… o directamente estaremos muertos.

Simplificando mucho, nuestra desconexión con el cambio cli­mático empieza por ahí. Lo vemos como un suceso futuro que pasará en algún lugar indeterminado, pero no cerca de nosotros. Incluso quienes pensamos que es una realidad palpable tendemos a minusvalorar sus efectos en nuestras vidas. Resultan especial­mente significativos los estudios que el Programa de la Universi­dad de Yale sobre Cambio Climático realiza periódicamente sobre el estado de opinión en Estados Unidos respecto al cambio climá­tico. Hay un patrón que se repite, y nos da pistas. En septiembre de 2019, por ejemplo, el 67 % de los encuestados decía estar de acuerdo con que el cambio climático está sucediendo. El 60 % admitía estar preocupado, y el 57 % pensaba que el calentamiento afectará a los habitantes de Estados Unidos. Pero, ¡ojo!, solo el 42 % pensaba que ellos sufrirían alguna consecuencia.

Nuestro cerebro está programado para percibir un menor ries­go de que nos ocurran sucesos desagradables en nuestra vida (una enfermedad, un accidente, una mala racha económica), de la mis­ma forma que sobreestimamos las posibilidades de que todo nos vaya bien (una inversión, la compra de un boleto premiado de lotería, la práctica de un deporte de riesgo). El resultado, en el caso que nos ocupa, es que por mucho que tengamos clara la rea­lidad del cambio climático, en muchos casos estamos convencidos de que a alguien le tocará, pero no será a nosotros.

Como respondió el climatólogo Michael E. Mann a la pregunta «¿Qué te hace tener esperanza climática en 2020?»:

La buena noticia es que los impactos del cambio climático no pueden seguir negándose. La mala noticia es que los impactos del cambio climático no pueden seguir negándose.

Por suerte (y por desgracia) las consecuencias del cambio climático empiezan a tomar forma, y lo hace cada vez más cerca de nosotros. A principio de siglo, sonaba casi como una historia de maldiciones medieval, pero ahora, aun a pesar del sesgo cognitivo que nos hace creernos a salvo, está permeando ya la sensación de que hablamos en presente, no en futuro. De que no solo va de osos polares e ice­bergs que se desprenden de Groenlandia o la Antártida, sino de almendros, playas cercanas, récords de calor, lluvias torrenciales, cosechas poco productivas, visitas frecuentes al hospital o una ma­riscada deslavazada. Debemos aprovechar estas ventanas al futuro para activar algunos de los resortes que tenemos atrancados, por­que de momento son eso: ojos de buey que nos permiten atisbar lo que podría pasar, pero que en poco tiempo podrían convertirse en un paisaje del que no podremos escapar.

Nuestro cerebro, además, se ha quedado un poco antiguo. Es normal, dado que tiene más de doscientos mil años y evolucionó en un ambiente completamente distinto a la vida moderna. Acostumbrado a reaccionar frente a amenazas inmediatas (un león en la sabana, un desprendimiento de rocas, una lucha en la tribu), se ha visto superado por una amenaza tan lenta y difusa como es el calentamiento global. No le basta con lo que ve, ni siquiera con lo que sabe, porque de momento no se enfrenta a nada de lo que huir, y nada hace peligrar nuestra vida a corto plazo. Así que nues­tro cerebro se desentiende; ¿para qué preocuparse?

En muchas conferencias, cuando formulo la pregunta de «¿Por qué hemos tardado tanto en reaccionar?», pongo una imagen de un cerebro en vez del logo de una empresa petrolera. Porque tene­mos el enemigo dentro. La pregunta es si podemos vencerlo. Si podemos contarle el cambio climático a nuestro cerebro de forma que se entere, de una vez por todas, de cuán grave es la situación.

No lo hemos contado bien

Recuerdo perfectamente el día en el que decidí dedicar mis es­fuerzos a divulgar el cambio climático. Era 2014 y yo estaba en una sala algo cutre pero atestada de personalidades científicas y polí­ticas, además de algunos estudiantes universitarios. Asistíamos a un simposio sobre el calentamiento global, en el que después de las bienvenidas de trámite, algunos bostezos mañaneros y el café aguado del catering había un par de charlas particularmente inte­resantes, impartidas por científicos de primer nivel. La jornada transcurrió de una forma previsible y me resultó aburrida porque no escuché nada nuevo o rompedor. Sin embargo, no fue esa falta de interés la que me impulsó a replantearme cómo estábamos comunicando el cambio climático.

A media mañana, uno de los ponentes estaba desgranando los escenarios futuros que se derivan del aumento de emisiones de gases de efecto invernadero, ligándolos con otras manifestaciones del cambio global. Mientras explicaba una diapositiva tremenda­mente compleja y abigarrada, se dio la vuelta y exclamó: «¡¿Por qué la gente no lo ve?! ¡¿Acaso no se dan cuenta de lo peligroso y acuciante que es esto?!».

Aquel científico —de unos sesenta años, con muchos galardo­nes y uno de los mayores expertos europeos en la materia— es­taba señalando, aun sin saberlo, uno de los puntos clave del por­qué de nuestra inacción. Para él, todos aquellos números, figuras y gráficos no necesitaban traducción ni explicación alguna. Con­taban una historia que él era capaz de leer con claridad. Veía sin problema las señales de alarma, los caminos futuros, las implica­ciones. Sin embargo, para la inmensa mayoría de la gente, poco dice «cuatrocientas diez partes por millón de CO2» (¿eso es mu­cho o poco?) o «aumento de la temperatura de 2 °C» (en serio, ¿eso es mucho o poco?, si, total, si un día pasamos de 26 °C a 28 °C ni se nota…) o «deshielo del permafrost e inestabilización de los clatratos de metano» (¿el qué?).

Lo primero que necesitamos, y lo que entendí ese día, es traducir los datos científicos a una realidad tangible. Explicar qué signifi­can los 2 °C de aumento para nosotros, en nuestros pueblos y ciu­dades, en nuestro día a día. Explicar por qué un aumento de unas pocas partes por millón es relevante (¡piensa que apenas hacen falta unos miligramos de algunos venenos para que estos sean letales!), y que hay procesos, como el deshielo del permafrost (el suelo per­manentemente helado de Siberia), que pueden hacer que perdamos el control del camino por el que transitará el calentamiento global.

El cambio climático es una historia humana hasta la médula, quizá la más apasionante del mundo, y la hemos contado como si fuera un prospecto de medicamento. De una forma aséptica, fría, alejada de nuestra cotidianidad. Sin principio y sin final, sin per­sonajes. Y eso ha sido un error gravísimo. O conectamos los grá­ficos e informes con nuestras emociones (¿cómo nos hace sentir todo esto?) o estamos condenados a que se mantenga en un ám­bito científico, aislado, en un reducto de invisibilidad social.

Explicarlo es importante y, sin embargo, no lo es todo. Seguro que has escuchado a Greta Thunberg cuando interpela a los polí­ticos con su famosa frase: «¡Escuchad a los científicos!». Bien, pues tengo una mala noticia: la mayor parte de los políticos escu­chan a los científicos, lo que pasa es que no siempre les entienden y que, aunque les entiendan, eso no implica que actúen. Si bien es cierto que poco a poco hay responsables públicos cada vez más sensibilizados y conscientes del problema, y también científicos que cuentan mejor de qué va todo esto, aún no es suficiente.

El esquema al que está apelando constantemente Thunberg para romper la inacción climática es lo que se conoce como «hipótesis del déficit de información». Básicamente, considera a las personas como vasijas vacías que, una vez llenadas con el conocimiento ne­cesario, actúan de forma correcta. Lamentablemente, este enfoque hace años que fue descartado como causa primaria de la inacción, no solo frente al cambio climático, sino en muchos otros ámbitos. El tabaquismo es un ejemplo muy utilizado: ¿por qué la gente sigue fumando, si está claro que es extremadamente nocivo y les puede causar enfermedades gravísimas e incluso la muerte? Tenemos el conocimiento y, sin embargo, no actuamos en consecuencia. Esto mismo pasa con el calentamiento global, y nadie lo sabe mejor que el activista medioambiental Bill McKibben. En 1989 escribió el que posiblemente es el primer libro de divulgación ambiental so­bre cambio climático (The End of Nature) y, pese a esperar una reacción inmediata de la ciudadanía y los lectores, aquello nunca sucedió. Apenas tuvo trascendencia más allá de ciertos círculos.

Incluso aunque traslademos el cambio climático a un marco narrativo cercano, lo dotemos de una historia y traduzcamos los datos para no aguijonear a quien nos escucha o lee con datos en frío, la vasija debe estar en condiciones para ser capaz de recibir e interiorizar ese conocimiento. El sistema educativo actual en muchos países, pero especialmente en España, no presta la sufi­ciente atención a la ciencia y permite —e incluso incentiva— su abandono temprano, librándose así los alumnos del calvario que suponen las asignaturas científicas. La realidad, sin embargo, es que nos faltan herramientas matemáticas para comprender la mag­nitud de los números que manejamos, bases físicas y químicas para interpretar la realidad atmosférica, conocimientos clave para apre­ciar la singularidad de los ecosistemas y su interconexión con nuestra vida. La posibilidad, que muchos alumnos escogen cada año, de desvincularse completamente de cualquier enseñanza cien­tífica (mientras a la inversa, afortunadamente, no es posible en la misma medida, puesto que las humanidades son también impres­cindibles para afrontar la emergencia climática y devenir un ciudadano crítico) es un lastre tremendo a la hora de llenar las vasijas, dada la multitud de agujeros conceptuales que esto provoca. Ello, por supuesto, no tiene implicaciones únicamente sobre el cambio climático, sino que nos convierte en ciudadanos más crédulos, ma­nipulables y susceptibles de caer en estafas. Nos hace vulnerables a las cremas cosméticas que prometen resultados imposibles, a las dietas milagro que ponen en peligro nuestra salud o a los produc­tos financieros engañosos con la letra demasiado pequeña.

Otra forma en que deberíamos reforzar esa vasija es mediante la educación ambiental. Como quien calafatea un barco, la edu­cación ambiental tiene un enorme potencial de aumentar nuestra capacidad de surcar la realidad climática. Y quizás pienses que eso es para niños, que es «lo de reciclar». Nada más lejos de la reali­dad. Ante las propuestas de crear una asignatura de educación ambiental nos debemos posicionar radicalmente en contra. Re­sultaría contraproducente constreñir lo que debería impregnar toda la enseñanza a un mero bloque de horas lectivas. Por el con­trario, debería ser una constante en el currículo, y no un «¿dónde está Wally?» permanente, conformándonos con las migajas de una simple anotación al margen en las asignaturas «de verdad». Si el cambio climático lo cambia todo, como señala Naomi Klein, que cambie también la educación. Integremos la educación am­biental en las redacciones de inglés, en los problemas de matemá­ticas, en los análisis históricos, en la plástica y la gimnasia.

Que Thunberg se equivoque en este asunto y aplique un enfoque obsoleto, como muchos otros nos equivocamos y tropezamos an­tes, no significa que no dé en el clavo en otras cuestiones. Quizás el síndrome de Asperger que padece, y que como ella misma ad­mite abiertamente le hace verlo todo blanco o negro, le facilite la toma de decisiones. Una vez que conoce el problema, considera inconcebible no actuar. Le basta con la información. Sin embargo, la mayoría de los seres humanos no actuamos así. Aunque los científicos nos cuenten el cambio climático de forma impecable, y aun disponiendo de una vasija impermeable, hay más fuerzas en juego que el mero conocimiento.

‘Y ahora yo qué hago’

Autor: Andreu Escrivá

Editorial: Capitán Swing. 2020

Formato: Tapa blando o bolsillo. 168 páginas

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