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Escalada bélica



Esta vez la amenaza del presidente estadounidense Donald Trump iba en serio. Su respuesta militar, con la liquidación del general iraní Qasem Soleimani en territorio de soberanía iraquí, no podía ser más enérgica, y ha sido comprendida inmediatamente como un auténtico acto de guerra en Teherán, pero también en Washington, donde numerosos representantes demócratas echaban en falta los preceptivos debate y autorización del Congreso para una decisión de tal envergadura.
Nadie puede poder en duda la responsabilidad de Suleimani, el jefe de los guardianes de la revolución, en numerosos atentados, matanzas y acciones bélicas en las que han perdido la vida soldados y ciudadanos estadounidenses, y también de otros países aliados. El general desaparecido era la mano derecha militar y diplomática del ayatolá Ali Jamenei y director supremo de la intervención iraní en favor de Bachar el Asad en la guerra de Siria, en coordinación con el partido chií libanés Hezbolá y con las organizaciones chiíes iraquíes. Pero su responsabilidad también se extiende al eficaz papel desempeñado por las milicias chiíes en la derrota del autodenominado Estado Islámico, instalado entre Siria e Irak al menos desde 2014, en algunos casos incluso en coordinación más o menos explícita con los militares estadounidenses.

El actual chispazo empezó con un ataque con misiles cerca de Kirkurk, en el que perdió la vida un contratista estadounidense. Washington respondió con otro ataque todavía más mortífero contra la guerrilla chií iraquí, que a su vez decidió mandar a sus militantes a asaltar la Embajada de Washington en Bagdad. Estos incidentes, tan perjudiciales para las relaciones entre los Gobiernos de Bagdad y Washington, estaban alineados con la tensión creciente tras la ruptura unilateral del pacto nuclear con Irán por parte de Donald Trump y la reimposición de severas sanciones comerciales y financieras contra el régimen iraní. Aunque anteriormente habían quedado sin respuesta los ataques iraníes a petroleros en el golfo de Omán y a una planta de extracción de crudo saudí, esta sobrerreacción tardía constituye una jugada altamente peligrosa, que compromete a los aliados y extiende un innecesario riesgo bélico, que podría adquirir inquietantes dimensiones, tanto a la región como también a la Unión Europea.
Justo en un año electoral, y como suele ser ya habitual sin consultar a sus aliados europeos, Donald Trump se ha colocado de pronto la gorra de comandante en jefe. Hasta ahora se había mostrado alérgico a las intervenciones militares y dubitativo a la hora de ejecutar sus amenazas, pero esta vez ha realizado este paso en mitad de un proceso de destitución, con una Casa Blanca de la que han desertado los militares, unos servicios secretos y diplomáticos heridos por el que ha sido un continuo maltrato presidencial y en un momento de máxima desconfianza interna y externa en sus capacidades de liderazgo. El caos de esta presidencia sigue siendo insuperable.
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