Escándalo y ‘glamour’


De un tiempo a esta parte, desde que Rocío Carrasco no cuenta su verdad en Telecinco, otras mujeres son protagonistas de la actualidad y casi siempre por razones llamativas que las señalan como culpables, manipuladoras, mentirosas. Llámense Mar, Ivonne, Raquel, Dolores, son mujeres que se presentan por la tarde en televisión como malas o descarriadas, que van por la vida cosechando víctimas.

Es lo contrario a lo que parecía proponer la docuserie de Carrasco: para las mujeres puede ser difícil encontrar apoyos suficientes para crecer, decidir con acierto, recuperarse o ser feliz. Cuando la cadena privada emitió la serie y cosechó un importante éxito, pensamos que se abría a un nuevo discurso, un tono distinto para enfrentar la desigualdad de condiciones de la mujer ante el hombre. Fue novedoso y valiente y les han reconocido por ello. Una vez recogido el premio, el discurso teñido de machismo poco a poco regresa a la programación.

El larguísimo culebrón entre Pepe Navarro e Ivonne Reyes no parece agotarse. El siglo avanza, el supuesto hijo de ambos, Alejandro, ya está en la veintena y seguimos asistiendo a la misma retorcida polémica sobre su ADN. Pero esta vez algo chirría: a Ivonne Reyes se le adjudica un listado extenso de parejas. Pepe Navarro, en cambio, carece de ese listado, es casi un santo nómada. Ese desequilibrio no se sostiene. ¡A la mujer si se le puede detallar tanto faltas como amores o desamores, pero al varón no! ¿Y por qué?.

A veces es como si el Me Too no hubiera existido. Como si fuera algo que la pandemia se llevó y no ha retornado ni con la tercera dosis de la vacuna. Aunque se trate de un caso poco edificante, se ve que sigue siendo más difícil ser mujer que ser hombre. Y tampoco es cuestión de vestirse de mosquetero defensor. No indago mucho en las situaciones que mis amigas escogen y protagonizan, pero fastidia tener que defenderlas ante un tribunal invisible que aprieta y retuerce hasta que al final, cuando ha conseguido sus décimas de share, olvida y sigue al siguiente.

Pero, así como ellas no escapan de ese dedo acusador, uno tampoco puede esquivar el interrogatorio amable y predecible de las agencias de prensa cuando te tienen a tiro. Me sucedió de nuevo, esa batería de preguntas “amables” aunque poco cordiales, entrando en la cena del Hombre del Año, ofrecida por la revista Vanity Fair este martes en Madrid. Una noche frenética, por cierto, acumulándose hasta ocho diferentes convocatorias y fiestas. En una de ellas, un árbol de Navidad decorado con pequeños platos de porcelana se subastó por 17.000 euros, dos días antes ya se había subastado un capón por 6.000, algo que confirma el estrés solidario prenavideño.

Pero en Vanity Fair, el homenajeado era Raphael. No crecí adorándole, sino que me hice raphaelista cuando ya era adulto. Debo y comparto con Raphael parte de mi histrionismo. El raphaelismo tiene algo de porcelana y probablemente, para muchos, ya es un culto. Une no solo a España y a Latinoamérica, sino a las dos o tres Españas que nos rodean. Yo soy aquel y Escándalo son canciones proféticas y definitivas. Como resultaba absurdo sumarizar todo esto en el breve instante en el que coincidimos durante su homenaje, me concentré en la abotonadura de su camisa de esmoquin. “Parecen runas de los templarios”, solté. “Más bien piedras lunares”, respondió él. Desde el atril, Alberto Moreno, director de VF, recordó que Raphael es una máquina de dar titulares. Uno de ellos es: “Me canso de seguir las modas, por eso las impongo”. Raphael recogió el premio estremeciéndonos: “Creo que el camino que hay que seguir es el que marcan las lentejuelas y el glamour” afirmó, no sé si pensando, como yo, en Joséphine Baker. Sí, la vida es un escándalo.


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