Los pupitres de lo que antes era un aula y donde ahora vive Riham sirven a su madre para cambiarle los pañales a su hermano pequeño. La pizarra se ha convertido en un perchero, y unas cuantas ollas cuelgan de los clavos de la parte superior. La mesa en la que antes solía sentarse el profesor es la que utiliza la familia para guardar la mayoría de los utensilios, mientras que ellos se sientan en el suelo para comer. Los pupitres se desplazan a un lado de la habitación, donde se colocan los colchones durante el día. Por la noche, la familia duerme en esos mismos jergones, puestos en el suelo.
La pequeña Riham se da cuenta de que su familia vive en la clase de una antigua escuela, pero sigue pensando que algún día irá al colegio a estudiar, no a dormir. Tiene ocho años, y nunca ha recibido ni educación básica. Igual que Riham y sus hermanos en una aldea de la gobernación de Hasake, millones de niños sirios desplazados por todo el país viven en la extrema pobreza, sin agua ni alimentos, y la educación probablemente sea la última de las preocupaciones de sus padres.
Los niños sufren las peores consecuencias de los 10 años de conflicto en Siria. De los siete millones de desplazados internos del país, 3,1 millones son menores de edad. Las necesidades humanitarias han aumentado en más de una cuarta parte desde 2020 a causa de la crisis económica, la violencia continua, las hostilidades, los desplazamientos masivos, la ruina de los servicios públicos, la sequía, la crisis del agua y la pandemia de covid-19, que no ha hecho sino agravar la pobreza infantil en Siria. Actualmente, hay 1,75 millones de alumnos sin escolarizar y 1,35 millones en riesgo de abandonar los estudios. Los edificios de las escuelas han sido destruidos, ocupados, dañados, o se han convertido en refugio para familias desplazadas. La amarga ironía es que hay niños que, como Riham, viven temporalmente en las aulas de antiguas escuelas, pero no han ido al colegio desde que nacieron.
La familia de Riham, originaria de la aldea de Ras al-Ayn, fue desplazada en octubre de 2019, cuando las bombas otomanas apuntaron a su pueblo y, más tarde, los grupos armados de la oposición siria con apoyo turco ocuparon toda la zona noreste del país fronteriza con Turquía. Dejaron atrás su casa y el pequeño campo del que eran propietarios, y desde entonces viven en una aldea de la gobernación de Hasake, donde la comunidad local los ha acogido y les ha ofrecido comida, mantas, colchones y los utensilios básicos para los primeros días. Ante el temor a lo que sería su vida bajo los grupos armados extremistas instalados ahora en su tierra, nunca han vuelto.
“Sé que es muy inteligente, y me doy cuenta de que aspira a algo más”, dice Mariam, madre de Riham, mirando a su hija mientras se acaricia el vientre. “Estoy embarazada de cinco meses y no he ido al médico. ¿Cómo voy a mandar a Riham al colegio si no puedo permitirme pagar el transporte local para ver a un ginecólogo?” Tras escuchar atentamente las palabras de su madre, la niña vuelve sus ojos verdes a su padre, Mahmud, un hombre de elevada estatura. “Me gustaría mucho que mis hijos Riham y Nidhal aprendieran a leer y escribir. Es muy importante. Pero no tenemos dinero para ropa, libros y cuadernos, ni tampoco para el transporte. Lo más que podemos hacer por ellos es asegurarnos de que coman al menos una vez al día”. Como los padres no pueden permitirse mandar a los hijos a estudiar a los pueblos vecinos, muchos profesores no cobran, y a veces se ven obligados a dejar la enseñanza. Algunas viejas escuelas abandonadas se derrumban en un conflicto que ha hecho retroceder dos décadas el sistema educativo.
Khader y Amina tienen cuatro hijos. Ninguno de ellos puede estudiar
Los vecinos, que viven en el aula contigua, también son miembros de su familia. Khader, el hermano de Mahmud, comparte sus preocupaciones. “¿Podré alimentar a mis hijos esta semana?”, le pregunta a su mujer, Amina. Las dos familias huyeron de los bombardeos y se dirigieron en dos motos al lugar seguro más cercano. “Hemos recibido 340.000 libras sirias (120 euros) al mes durante tres meses y lo hemos gastado todo en comida, gracias a Dios”, dice refiriéndose a la ayuda en metálico que distribuye en el pueblo el consorcio LEARN como parte de su programa de asistencia dirigido por Solidarités International. Khader y Amina tienen cuatro hijos. Ninguno de ellos puede estudiar. “Mis dos hijas mayores, de 14 y 15 años, trabajan en la agricultura no lejos de aquí, y nosotros nos quedamos con los dos más pequeños, Louay y Salem”. Louay interrumpe a su padre con entusiasmo: “No, un día, por la mañana, tuvimos clase”, recuerda. Su madre asiente con la cabeza. “Sí, solamente una vez. Fue bonito”, añade refiriéndose a un día de invierno en el que un grupo de voluntarios fue a entretenerlos. Las familias aseguran que el reparto de dinero les vino muy bien, pero que, en todo caso, la cantidad no habría bastado para más gastos, como los necesarios para mandar a sus hijos al colegio.
No lejos de allí, en otro pueblo de la gobernación de Hasake, Manal y 19 familias viven en un centro educativo. “Esto no un lugar adecuado para que vivan personas desplazadas. Tuvimos que adaptarnos hasta que construyeron los baños para los adultos, especialmente para las mujeres ancianas”. Además de distribuir dinero en efectivo, el consorcio LEARN ha proporcionado instalaciones como duchas y paneles solares, y ha realizado sesiones de fomento de la higiene para evitar la propagación de enfermedades entre los desplazados. “Fue una lección muy buena para los niños, y se divirtieron. Aprendieron a lavarse las manos y desinfectarlas cada vez que van al mercado, sobre todo para prevenir la covid-19. Antes no sabíamos lo que significaba la prevención. Ahora nuestros hijos lo saben, y también cómo cubrirse exactamente la boca al estornudar”. Aunque estas reuniones han mejorado los niveles de salud e higiénicos, a Manal le habría gustado que sus hijos lo aprendieran también en un aula.
Los niños desplazados no son los únicos que no estudian. Muchos pequeños del pueblo también se han quedado sin educación porque el edificio de su colegio se ha convertido en un refugio. “Por tercer año consecutivo, muchos niños siguen sin recibir enseñanza”, lamenta Avin*, del comité de gestión escolar del pueblo. “Encontramos solución para cinco o seis centros en los que viven desplazados. Los vecinos trabajaron como voluntarios y convirtieron sus casas en clases para reducir el analfabetismo, que se extendió tras los ataques a Sere Kaniye (Ras al-Ayn) y Tell Abyad. Pero no pudimos encontrar solución para muchos otros. Para los niños, no recibir enseñanza es peor que el desplazamiento en sí”.
La Administración Autónoma del Este y Norte de Siria (AANES), bajo gobierno kurdo, que administra la gobernación de Hasake, en el noreste del país, quería que los desplazados abandonaran las escuelas para permitir que otros niños siguieran con su educación, pero los campamentos cercanos que albergan a miles de refugiados internos, como el de Washokani, no pueden acoger a más. La principal ciudad de Hasake también acogió a miles de familias de desplazados en este tipo de instalaciones en 2019, interrumpiendo el proceso educativo, y desde entonces intenta reubicarlos, pero no ha podido hacerlo con todos. A pesar de que en los campamentos se dan algunas clases no regladas, la mayoría de los millones de niños desplazados en Siria sigue sin alfabetizar.
A pesar de que en los campamentos se dan algunas clases no regladas, la mayoría de los millones de niños desplazados en Siria sigue sin alfabetizar
Mientras la AANES, no reconocida como entidad política por ningún Estado salvo por el Parlamento de Cataluña, ha invertido sus limitados recursos en poner en marcha y mejorar los servicios para la población desplazada, su brazo armado, las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), sigue combatiendo a las células durmientes y contra las emboscadas selectivas de la insurgencia del Estado Islámico (EI). La acción más reciente fue un gran ataque a una cárcel de Hasake con intento de fuga, en la que los presos del EI actuaron en coordinación con las células durmientes del exterior, que resultó en más de 500 muertos. Toda la zona ha sido sometida al toque de queda, y se ha interrumpido la circulación entre barrios, ciudades y pueblos, impidiendo una vez más que la población local haga su vida, y a sus hijos que vayan al colegio.
Por otra parte, las FDS siguen defendiendo el frente de los grupos armados apoyados por Turquía, cuyos misiles causaron daños recientemente al centro donde vive Manal. “El ruido de los bombardeos se convirtió en nuestra música de fondo diaria, nos acostumbramos a él, pero los niños, no”. A Manal le gusta su papel de líder comunitaria de la antigua escuela, pero se siente impotente en lo que respecta a los niños y a la educación. “Antes de verme obligada a huir de mi casa, era responsable de mi familia, formada por ocho personas. Ahora soy la líder comunitaria de 20 familias. Eso quiere decir 100 personas”. Sus hijos juegan en lo que era el patio, ahora transformado en cocina al aire libre, lavandería y parque infantil, cerca de los tanques de agua y otras instalaciones. Los pequeños sonríen y corretean. Se lavan las manos con jabón con los movimientos precisos, coordinados y rítmicos que han aprendido, y cantan una canción. El único problema, dice Manal, es que no saben escribirla.
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