No tengo fe en mis habilidades como padre ni aspiro a influir gran cosa en mi prole. Solo he emprendido una cruzada pedagógica: que mi hijo no sea un pelma. Le inculco que puede caer en cualquier vicio o persistir en cualquier defecto y que le querría incluso aunque fuera un segundo Hitler, pero ser pelma es imperdonable y hay que evitarlo cueste lo que cueste. Pelmas en mi familia, no.
Vista su filmografía, es evidente que los padres de Peter Jackson no le inculcaron esa enseñanza. Sobre todo, por eso que acaba de estrenar en Disney sobre los Beatles. Siete horazas de aburrimiento que ponen a prueba la beatlemanía del más beatlemaníaco. Deberían dar un premio a quien las vea sin terminar odiando al grupo. Que Paul McCartney le pague una cena, por lo menos.
Entiendo la importancia histórica de todos esos ensayos filmados en un momento decisivo de la banda, cuando todo está a punto de romperse. Entiendo el placer cotilla de violar la intimidad y de asistir a la creación justo cuando las musas hacen de las suyas, pero todo documento de civilización se convierte en barbarie si no se cuenta con él una historia. Ni siquiera los Beatles son tan interesantes como para mantener la atención siete horas sobre sus gestos, sus guasas privadas y su cháchara informal. Lo mejor: Yoko Ono haciendo calceta pegadita como una lapa a su John.
El mito romántico entiende la creación como una forma de alquimia que se puede aprehender espiando el taller del artista, pero un genio trabajando se parece mucho a un mediocre trabajando. Observarlo mientras se enfrasca en su faena revela muy poco sobre su obra, salvo para el creyente fanático, dispuesto a deslumbrarse ante cualquier verdad revelada, aunque para ello tenga que descifrar los patrones del punto de Yoko Ono hasta quedarse bizco. Que le aproveche.
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