Según la OMS uno de cada cinco menores sufre abuso sexual antes de los 17 años. Eso hace presumir que un profesional de la salud se encontrará alguna vez, a lo largo de su desempeño profesional, frente a una persona abusada. Una de las características de estas personas es que —salvo excepciones: la historietista argentina Gato Fernández que publicó un libro sobre su abuso; el pianista James Rhodes, que igual— no hablan abiertamente acerca de lo que les sucedió. La semana pasada una mujer a la que conozco fue a una consulta médica. Solicitó atenderse con una doctora y no con un doctor. La persona del seguro médico le dijo que la atendería el profesional que estuviera disponible, que si tenía problemas pagara una consulta privada. La mujer no tiene recursos para pagar una consulta privada ni puede explicar claramente los motivos por los cuales requiere ser atendida por alguien de su género. Le tocó un varón. Que fue correcto, que no hizo nada inapropiado. Excepto por el hecho de que tenía delante a esta mujer que había sido abusada en la infancia por un tío y a la que le estaba pidiendo que se quitara la ropa para auscultarla, palparle el vientre, los ganglios. La mujer toleró la revisión paralizada y al llegar a su casa hizo lo que hace para aliviarse: se cortó la cara interna de los muslos. Mucho se habla de la detección del abuso sexual infantil, pero nada se dice de cómo abordar esas situaciones (consultas médicas, vestuarios: sitios en los que hay que “poner” el cuerpo) con adultos que fueron abusados. No sé si es posible capacitar a los médicos para enfrentar una incógnita, pero me pregunto si esa inquietud —¿estoy ante una persona que fue abusada?— forma parte de su horizonte. Si saben que las instrucciones para una revisión de rutina —”quítese la ropa”— pueden hacer que las esquirlas de un pasado lejano se transformen en balas.
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