No me inicié en el jazz, esa música que admite mil definiciones, o que consigue que todas ellas se queden cortas, con alguno de sus intocables maestros, sino por un tema que escuché en la radio y que los puristas (de eso me enteré después) consideraban facilón y absolutamente prescindible. Era Take Five y lo interpretaba Dave Brubeck. Sigo escuchándolo y no me sonrojo por ello. Esto ocurrió hace cincuenta y cinco años, en mi primer tocadiscos, que era de pilas, rudimentario. De ahí pasé a un LP de Bill Evans. O sea, palabras mayores, arte en estado puro. Me costó un poquito entrar en él, pero el sonido de ese piano y las sensaciones que me provoca van a permanecer en mi alma hasta el último día. Y el jazz me enamoró a perpetuidad. Ofrece compañía, belleza, sensualidad, misterio y corazón para todo tipo de estados de ánimo.
Y no sé si alguna vez el jazz se convirtió en la música más popular. Afirmarlo sería exagerado. Supongo que el rock y el pop nunca tuvieron la menor duda sobre la legitimidad y la evidencia de ser los ocupantes del trono durante la segunda mitad del siglo XX. Y me cuentan que estos también están en crisis, que la realeza actual la comparten el rap, el trap, el hip hop, el reguetón, dosis de un flamenco adaptado a los nuevos tiempos, cosas que a mi progresiva vocación de ermitaño o a mi lamentable incomprensión le resultan muy raras. No capto su poder ni su hermosura, no me trasmiten nada apasionante, me aburren.
Pero tengo claro que durante muchos años existió un público notable que compartía la pasión por esa música que inventó gente de piel negra, que su continua improvisación o su clasicismo te seguían intrigando o haciéndote palpitar aunque reconocieras cada tema, que en ese universo todas las sorpresas eran posibles. Nunca vi ni escuché en directo a Ellington, a Parker, a Coltrane, a Billie Holliday, pero si a casi todos los más legendarios, incluyendo seis conciertos de Miles Davis. Se había electrificado, ya no era el de mi amado Kind of Blue, uno de los cinco discos que me llevaría a una isla desierta, pero seguía creando una música poderosa e incalificable y el sonido de su trompeta transmitía emociones muy hondas. No hacía falta salir de Madrid para escuchar en un club pequeñito, como el Balboa Jazz, a Art Blakey, a Stan Getz, a Tete Montoliu. O en el colegio mayor San Juan Evangelista a Chet Baker y a Dexter Gordon. Y creo recordar que durante las décadas de los 70, 80 y 90 no había ni una butaca vacía en los festivales de jazz. Ya no voy a conciertos. Me gustaría pensar que estos siguen gozando de esplendor. Y parte del gran cine estadounidense y el mejor cine negro sonaban a jazz. Aunque la más sublime banda sonora que he escuchado (y no me olvidó del genial Bernard Herrmann), la que creó Miles Davis en Ascensor para el cadalso, estaba a leguas de altura de la endeble y pseudoartística película que dirigió Louis Malle.
Y leo noticias esperanzadoras. Que confirman que las catacumbas en las que se sigue venerando el jazz deben de estar muy pobladas. Cuentan que se reeditan discos de los dioses. Que aparecen desconocidas grabaciones de Coltrane y de Davis. Imagino que si esto ocurre es porque los editores creen que sigue existiendo una demanda. Entre ellas la grabación que hicieron en un club de Coltrane y su grupo interpretando A love supreme, o la espiritualidad expresada con una música genial, capaz de despertar una y otra vez las mejores emociones. En mi caso, es un disco que me gusta escucharlo a solas, algo muy intimo. Y con el que frecuentemente afloran las lágrimas. Cuentan que Coltrane creía haber encontrado a Dios cuando compuso e interpretó ese himno escalofriante a su amor supremo. La emoción que desprende este disco nos empapa también a los que no tenemos dios. Que cada uno levite con su amor supremo.
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