En Estados Unidos no hacen falta esquiroles para reventar una huelga. Reemplazar permanentemente —eufemismo innecesario— a trabajadores que paran en demanda de aumentos salariales o beneficios laborales es legal. Cuando a principios de diciembre Kellogg’s amagó con hacerlo para poner fin a dos meses de huelga en sus cuatro plantas, después de que 1.400 trabajadores se negaran a firmar un acuerdo que consideraban insuficiente, no contaba con la respuesta de Joe Biden. “Me preocupa seriamente el intento de sustituir permanentemente a los huelguistas”, dijo el presidente en un comunicado; “es un ataque existencial a los sindicatos y al trabajo y el medio de vida de sus miembros”. La empresa claudicó días después con una subida salarial del 3%. Vuelta al tajo.
La historia del gigante de los cereales puede servir de moraleja para cerrar el año más agitado, laboralmente hablando, de un país donde la afiliación sindical apenas llega al 11%. Con la pandemia como detonante, millones de trabajadores se han declarado en rebeldía: bien abandonando en masa sus puestos de trabajo, en lo que se conoce como la Gran Dimisión, bien movilizándose u organizándose en sus empresas. Sin distinción de rangos o cualificación: protestan obreros de plantas de procesamiento de alimentos, conductores y carpinteros; técnicos de Hollywood, profesores auxiliares de universidad y esa tercera categoría alumbrada por la emergencia sanitaria, la de los trabajadores esenciales. Bajo el paraguas o, en su mayor parte, al margen de sindicatos. El país no experimentaba tal movilización desde 1970-1971, circunscrita entonces a trabajadores de cuello azul (obreros), y en su mayoría sindicados.
Los tímidos intentos de sindicación por parte de trabajadores del gigante Amazon o la cadena de cafeterías Starbucks son la punta del iceberg de un fenómeno mucho más amplio y profundo. La Junta Nacional de Relaciones Laborales, agencia federal independiente que protege los derechos de los trabajadores del sector privado, ha ordenado repetir la votación que los empleados de un almacén de Amazon en Alabama perdieron esta primavera, en lo que se interpretó como un revés definitivo al anhelo sindical de la plantilla de uno de los estandartes de la nueva economía. Presiones de la empresa, que “secuestró el proceso [electoral]”, fue la razón dada por la agencia para instar a la repetición, aún sin fecha. A remolque, como Kellogg tras la declaración de Biden, Amazon llegó la semana pasada a un acuerdo con la Junta para facilitar a los trabajadores la actividad sindical en sus almacenes. Los de Staten Island, único centro logístico de Amazon en Nueva York, ya han presentado 2.500 firmas para celebrar una votación.
El caso de Starbucks es más anecdótico: sólo ha votado a favor de organizarse uno de los 9.000 locales de la cadena. Los 19 trabajadores -de un total de 27- de la cafetería de Buffalo alegaron para sindicarse la frustración acumulada por la escasez de personal y una formación insuficiente; problemas que acarreaba la empresa pero que la pandemia detonó. La escasez de mano de obra en sectores esenciales ha empoderado notablemente a los trabajadores, y la larga travesía del coronavirus ha acabado ejerciendo de partera de un nuevo modelo de relaciones laborales, aún por concretar, porque la efervescencia laboral no cesa. Podría resultar definitoria para ese marco futuro la ley PRO (siglas en inglés de Proteger el Derecho a Organizarse), también conocida como ProAct, alentada por la Administración de Biden, aprobada por la Cámara de Representantes en marzo y atascada desde entonces en el Senado por la oposición republicana. La ley apoya la negociación colectiva, el derecho de los trabajadores a sindicarse y supone, según sus defensores, la mejora más significativa de los derechos laborales desde el New Deal de los años treinta. Si saliera adelante, la “sustitución permanente” de huelguistas dejaría de ser legal.
Un fenómeno paralelo a la Gran Renuncia
Jack Rasmus, profesor de Economía en el Saint Mary’s College de California, no es demasiado optimista al respecto. “Se necesita desesperadamente una reforma básica de la legislación laboral y límites a la intimidación y las amenazas del empleador si los trabajadores intentan sindicalizarse. Pero no confío en que los demócratas promulguen esta reforma. [Barack] Obama lo prometió y luego lo ignoró. Biden hará lo mismo y tampoco impulsará su prometida ProAct. Por lo tanto, los trabajadores seguirán luchando por sindicalizarse”, explica Rasmus en un correo electrónico.
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Gabriel Winant, profesor de Historia en la Universidad de Chicago, considera la oleada de huelgas y protestas “la punta de lanza organizada de la Gran Renuncia”, dos fenómenos concurrentes y a la vez imbricados. “El aumento de la actividad huelguista está relacionado con la Gran Renuncia. Ambas reflejan un equilibrio de poder cambiante en los mercados laborales, con los trabajadores ganando más influencia tras la recuperación del colapso de la covid. A medida que se vuelve más difícil para las empresas encontrar nuevos trabajadores, los que están en activo se vuelven menos reemplazables y, por lo tanto, sienten menos miedo y son más propensos a actuar contra condiciones de trabajo inaceptables. Pero hay tan pocos trabajadores sindicados (solo alrededor del 10%) que gran parte de este descontento sigue canalizándose de manera individual en vez de colectiva”, señala Winant.
Los miembros de dos grandes sindicatos internacionales —Teamsters, de camioneros, y United Auto Workers, ambos con presencia en EE UU y Canadá— aprobaron recientemente cambios que podrían conducir a campañas de organización masiva. Pero las estrategias son tan variadas que rebasan la negociación colectiva. “Los trabajadores han manifestado en las encuestas su interés por formar sindicatos, especialmente los más jóvenes y en trabajos mal remunerados del sector servicios. Los resultados de las encuestas son históricos: entre el 60% y el 80% está a favor. Algunos tendrán éxito en la formación de nuevos sindicatos, pero las leyes laborales de EE UU están fuertemente sesgadas en contra de las elecciones sindicales, como se demostró claramente en las de Amazon [en Alabama] no hace mucho. Los bufetes de abogados antisindicales son una industria multimillonaria que desde hace décadas impiden la sindicalización de las empresas”, añade Rasmus.
Pese a un marco legal y económico que ve con indisimulado recelo a los sindicatos, pequeñas victorias cotidianas, en ocasiones de los sectores más desprotegidos, permiten albergar cierta esperanza: el ejemplo de los deliveristas —repartidores de comida a domicilio— de Nueva York, que han logrado la primera protección legal del país, es indicio de un giro casi copernicano. La ProAct empantanada en el Senado también contempla que las plataformas de la economía gig asuman la relación contractual con quienes trabajan para ellas. Y un presidente abiertamente sindicalista, el más concienciado de las últimas décadas, sostiene que el declive de la afiliación sindical debilita a la democracia. Razones para el cambio, sobre el papel, no faltan.
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