Este Athletic se nos derrite por minutos. Es como la mantequilla al sol. Llega al final de temporada convertido en líquido untuoso, pero no como una maquinaria engrasada, sino grasienta. Pringoso, casi contagioso, diría yo, porque hace que cualquier enemigo acabe jugando tan mal como él.
Es casi imposible ver un partido del Athletic en el que brille la calidad de uno de los contendientes. Hacer palidecer las aptitudes del rival es siempre un mérito. Pero cuando la categoría del rival es ínfima, no puede ser que te dediques a anular al contrario, y no solo no lo logres del todo, sino que encima tú tampoco brilles. Entonces, tu planteamiento se convierte en un problema.
Este Athletic ha demostrado ser capaz de pelear, de percutir, de desgastarse, de atosigar, pero le cuesta horrores crear, combinar, dotar de sentido al juego. En Pucela, durante media hora, ni siquiera estuvo sobre el césped. Bueno, sí, de cuerpo presente, como un difunto viendo pasar su propio cortejo fúnebre. Y con Raúl mordiéndose las uñas en la banqueta. Y Garitano, al lado, cabreado por su propio error.
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