“Esto es una invasión”: el racismo que se dice democrático

Gala Sow era un hombre feliz. Larguirucho y despierto, se movía con destreza entre los turistas que llenaban las calles de Saint Louis. Regentaba una tienda en la que vendía pulseras, collares, zapatos y trajes africanos y daba cursos y conciertos de yembé, un popular tambor en Senegal. Tenía varios amigos que habían emigrado a Europa en busca de más oportunidades, pero él vivía relativamente bien. Durante la temporada turística, de diciembre a julio, podía ganar hasta tres millones de francos CFA, unos 4.500 euros. Pero de un día para otro, todo acabó.

La pandemia impuso un toque de queda, bloqueó a los turistas en sus países y golpeó con fuerza sectores clave para la economía senegalesa como el turismo y la pesca. Soltero pero sin más recursos para mantener a su madre y sus hermanos, vendió un terreno, agarró a su hermano menor y se embarcó en una canoa de pesca con otras 66 personas. Un terrible viaje de 10 días para atravesar la ruta marítima más peligrosa hacia Europa. “Todos los trabajadores del turismo, como los hoteleros, los guías profesionales o los comerciantes, ya no teníamos de qué vivir”, relata un mes después de desembarcar en Tenerife.

Un nuevo perfil de emigrante arruinado por el coronavirus está llegando en las pateras y cayucos que desembarcan en las islas Canarias, sobrepasadas por la entrada de más de 11.000 personas en los últimos 10 meses. Junto a los malienses que huyen de la devastación de un Estado sumido en conflictos y los migrantes desplazados por dictaduras, sequías o por la pobreza crónica de sus países, se están lanzando al mar jóvenes y mayores que no necesariamente tenían en sus planes emigrar. Son pescadores, comerciantes, trabajadores informales y del sector turístico que, con los confinamientos y el cierre de fronteras, se han quedado sin nada.

La playa de Puerto Rico, una media luna de arena, al sur de Gran Canaria, rodeada de un monte cubierto por aparatosos complejos hoteleros vacíos, recupera estos días un puñado de rubios bañistas. Alojado en uno de esos hoteles con terraza que se han reabierto para acoger a más de 4.000 inmigrantes, Mohammed Gail, un senegalés de 23 años, busca cada día, sin ningún éxito, pescadores que le den trabajo. “Yo pescaba mucho en Mauritania, pero cuando comenzó la pandemia ya no me dejaban faenar y volví a Senegal, donde cada vez hay menos peces. El pescado además bajó mucho de precio. Mi familia es muy pobre y hay días en que no teníamos para comer. El mar no me daba miedo, lo conozco bien, así que me marché”, cuenta. En el espigón, como cada atardecer, se suman a él dos decenas de otros migrantes para darse un chapuzón, jugar a la pelota o pasar las horas con unos auriculares en un paraíso turístico semidesierto. No pueden hacer mucho más que esperar. Están bloqueados: las expulsiones aún no se han retomado y solo unos pocos serán trasladados al continente, una derivación que, a pesar de la saturación en las islas, el Gobierno solo permite en pequeñas tandas y sin alardes.

“Yo nunca había pensado en emigrar. Ganaba lo suficiente para sobrevivir y amo mi país. Era feliz allí”, cuenta Modou Fall, un senegalés de 25 años, que ocupa un banco frente al centro de acogida donde vive, en Las Palmas de Gran Canaria. Con la mirada perdida casi todo el tiempo, marca un largo silencio cuando se le pregunta por su mujer y sus tres hijas de 3, 7 y 10 años. “Las echo muchísimo de menos”, concede antes de pedir un teléfono para poder hablar con ellas. Fall también era pescador, propietario de una canoa con motor y con cuatro chavales a sus órdenes. El precio del pescado, explica, se desplomó con la pandemia. “Antes vendíamos el kilo por 1.600 francos CFA [2,4 euros], pero estos meses no conseguíamos sacar más de 300 [0,45 euros]. Llegó un momento en el que dejé de tener dinero para la gasolina y hasta para comer. Intenté buscar otro trabajo, pero está todo bloqueado”, lamenta.

Uno de cada dos migrantes que ha llegado a España en los últimos meses de forma irregular lo ha hecho por la ruta canaria. Las embarcaciones parten sobre todo desde el Sáhara Occidental, pero también del sur de Marruecos, Mauritania y, cada vez con más frecuencia, desde Senegal, distante casi 1.500 kilómetros de Tenerife. Solo en los últimos 15 días han desembarcado en el archipiélago unas 3.500 personas, un 30% más que en todo el año 2019. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), al menos 414 personas han muerto o desaparecido este año en su intento de alcanzar el archipiélago.

La vía atlántica vuelve a estar abierta 14 años después de la llamada crisis de los cayucos, cuando, solo en 2006, llegaron más de 31.000 personas. A pesar de las previsiones, que desde septiembre del año pasado advertían de la reactivación de esta ruta, las llegadas han vuelto a sobrepasar al Gobierno central y han generado tensiones entre ministerios con competencias migratorias. Sin coordinación, ni instalaciones adecuadas, el muelle de Arguineguín, en Gran Canaria, el principal puerto desembarco, ha llegado a albergar en su suelo durante días a más de 1.300 personas.

El foco está en Marruecos

Además, un movimiento inédito de marroquíes hacia las islas, una ruta tradicionalmente usada por subsaharianos, ha puesto el foco en la situación del principal socio de España en la lucha contra la inmigración irregular. A lo largo de este año, los emigrantes de Marruecos eran solo un 10% del total de los recién llegados al archipiélago, según datos oficiales provisionales, pero, con las entradas registradas desde septiembre, ese porcentaje ha aumentado hasta suponer más del 50% del total de los dos últimos meses, cerca de 4.000 personas.

La árida provincia marroquí de El-Kelaa des Srarhna, de menos de 100.000 habitantes, lleva diciendo adiós a sus vecinos desde que estos tienen memoria, pero el virus ha alentado un nuevo éxodo. Mohammed Es Sarghini, de 42 años, asegura que los planes de marcharse a Europa ocupan ahora a buena parte de sus conocidos, hombres trabajadores como él que subsisten como temporeros en la región por cinco euros al día, en trabajos precarios en provincias lejanas y de la caridad de amigos y de ONG. En la plaza frente al centro de acogida de Las Palma donde Es Sarghini cuenta su historia, hay otros diez marroquíes de su mismo barrio o colindantes, todos dependientes de la temporada de la aceituna y del empleo informal que el estricto confinamiento de Marruecos fulminó. Recorrieron 1.500 kilómetros hasta Dajla, la ciudad del Sáhara Occidental desde donde partieron, tres veces más lejana de su ciudad que, por ejemplo, Tetuán, un punto de partida de pateras en el norte de Marruecos. “Salir por el norte [mucho más controlado por las fuerzas de seguridad marroquíes] es casi imposible y es impagable. Cuesta unos 3.000 euros”, afirman.

“Entre mayo y junio empecé a pensar seriamente en irme. Vendí mis gallinas, mis dos burros, un pavo y una ternera y pedí un préstamo de 300 euros a conocidos para pagarme la patera”, relata gentil Es Sarghini. Los cerca de 1.000 euros que logró no le daban para pagar lo que normalmente cuesta el pasaje desde Dajla, pero su decisión ya era irreversible. Le faltaban entre 300 y 400 euros. “Me abracé a las piernas del traficante y le supliqué que me dejase subir”. Deja en casa de su suegro a cuatro hijos, una mujer embarazada y una vida de miseria.

Vestido con un chándal rojo con capucha y chanclas, Mahdi El Mazidi, también de El-Kelaa des Srarhna, representa el perfil de joven marroquí que solo ve futuro fuera de su país. Hace años que quiere emigrar, llegó a intentarlo por el Estrecho hace tres años y no lo logró, y ahora la pandemia volvió a empujarle. Esta vez, hacia Canarias. El Mazidi, de 24 años, reparaba por su cuenta aires acondicionados y trabajaba en un taller de coches y motos que cerró con el confinamiento. “Cuando nos confinaron yo no tenía salvoconducto y salía clandestinamente con mi moto para atender las reparaciones. Tuve muchos problemas con la policía. La pandemia nos cerró todas las puertas para trabajar”, recuerda. “Allí no hay futuro. Los jóvenes prefieren morir en el océano que quedarse”, añade. Su amigo Abdekhalek Kazbour, de 23 años, se marchó con él, gracias a los préstamos que ambos pidieron a familiares y amigos. “El único trabajo que conseguía era en la temporada de la aceituna. Solía ir a mercados de otras ciudades a cargar cajas y con ganar cuatro euros al día me conformaba. Pero con la pandemia dejé de poder salir de mi pueblo. Soy el único que trabaja en casa y hay días que nos hemos tenido que quedar sin comer”, relata.

Aumento de la mendicidad

Aziz Rhali, presidente de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos. (AMDH), la de mayor implantación en el país, sostiene que los efectos de la pandemia están siendo devastadores. “El propio ministro del Interior [Abdelouafi Laftit] declaró en abril que 5,1 millones de familias habían pedido ayudas del Fondo Especial para la Lucha contra la covid-19. Y eso son 22 millones de personas”. Más de medio millón de marroquíes han perdido sus puestos de trabajo, sostiene Rhali. “Todo eso, sin contar el efecto sobre el sector informal, que es clave aquí. Y eso ha llevado a que aumente la mendicidad en un país que ya era antes de la pandemia el de mayor número de mendigos en el mundo árabe”, explica. “La pobreza es un enfoque, pero cuando se analiza un fenómeno hay otros muchos”, mantiene el cónsul de Marruecos en Las Palmas de Gran Canaria, Ahmed Moussa, quien pone el acento en otros factores para explicar esta multiplicación de las llegadas a las islas. “Yo diría que está más relacionado con la actividad de los traficantes y el cambio de rutas”, afirma antes de destacar su disposición “a fortalecer la cooperación”.

El mal tiempo, las patrullas senegalesas y mauritanas y los viajes que han terminado en tragedia han frenado desde el lunes los desembarcos en las islas. Sin rescates, el muelle de Arguineguín, tras aquellos días que llegó a albergar a más de 1.300 migrantes tendidos por los suelos, ha reducido su ocupación hasta cerca de 200 personas. Pero la curva, según prevén las autoridades, continuará in crescendo. Guerra y hambre agravadas por la pandemia. Este sábado se rompió el breve paréntesis de llegadas y Salvamento Marítimo auxilió al sur de Gran Canaria una patera con 38 personas a bordo y un cayuco con otras 79 personas rumbo a Tenerife. Uno de los ocupantes del cayuco llegó muerto y dos hombres y un menor tuvieron que ser atendidos por quemaduras y deshidratación.

Las noticias de los naufragios y las fotos de sus víctimas circulan como la pólvora en los chats de los emigrantes, pero no les disuade de partir. “Siempre hemos sido pobres, pero la pandemia nos ha dejado sin nada”, asegura el marroquí Mohammed Es Sarghini. “Nosotros no tenemos miedo a morir. De lo que tenemos miedo es de ser aún más pobres”.

Con información de José Naranjo y Francisco Peregil.

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