Estresada


Con el estrés tengo una empanada importante. Mis abuelas no pedían las sales ante el desmayo inminente, aunque el Optalidón ya empezaba a ser fármaco milagro contra migrañas y tristezas. Los desajustes nerviosos eran un lujo de gente rica que disponía de tiempo para recrearse en los vaivenes de su vida interior y en la lentitud con que el aire llega a los pulmones. Sin embargo, aunque lo que no se nombra parece que no existe, cocineras, mariscadoras, empleadas de perfumería, amas de casa a veces lloraban sin motivo. Se deshacían el nudo y seguían limpiando boquerones. La generación de mi madre sumó a esto la profesionalidad de mujeres con estudios superiores: la excelencia se asumía como deseo propio, pero en realidad era la condición para no ser expulsada. En los ochenta, el estrés formaba parte de la jerga yuppie. Mi amiga Clau y yo nos reíamos de la endeblez de nuestras compañeras. Ella es argentina y acaso quería integrarse en una cultura reacia al psicoanálisis. Luego me empezó a doler la clavícula y mi visión del mundo de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro experimentó una revolución: soy una enferma en una sociedad enferma. Desconfío de la gente demasiado sana.

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