La política hacia las víctimas del terrorismo y su memoria debe ser más que ninguna otra un territorio de consenso y de unidad. De la mayor amplitud posible. Pasada la página de la amenaza de ETA, los gestos emergen como la mayor bandera de una estrategia que busca superar el pasado, restañar las heridas que perviven, avanzar en una nueva fase y construir una memoria común e inclusiva en el marco de las normas de convivencia democrática. Por ello defrauda tanto el acto encabezado el jueves por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para escenificar la derrota del terrorismo con la destrucción de 1.400 armas de ETA y los GRAPO en Valdemoro, Madrid. Numerosas y notables ausencias de representantes políticos empañaron la ceremonia.
Aunque Sánchez estuvo arropado por seis ministros (todos del PSOE) y representantes de fuerzas y cuerpos de seguridad, faltaron numerosos actores que hubiesen dado al acto la altura y amplitud que una circunstancia parecida requiere: los expresidentes de la España democrática, el principal partido de la oposición —el Partido Popular—, un actor clave como el PNV e incluso el propio socio minoritario de la coalición, Unidas Podemos. En cuanto a las víctimas, participaron asociaciones con distintas sensibilidades, pero faltaron las agrupaciones Covite y Dignidad y Justicia.
Las ausencias responden a distintas motivaciones, algunas vinculadas a profundos desacuerdos con la política de Sánchez, otras a razones de diversa índole. Es sin duda cuestionable la validez de algunas de esas motivaciones; pero es ineludible señalar también la responsabilidad del Gobierno sobre un acto que no estuvo a la altura de lo que se merecen las víctimas del terrorismo y la democracia española. El resultado no mostró la unidad que debería haber brillado en esta cuestión. En parte es reflejo del triste estado de división de la política española, que no tiene un único culpable.
No siempre ha sido así. Ha habido en el pasado momentos de unión que han sido la fuerza que ha precipitado el final de la etapa sangrienta de ETA. España ha superado la violencia política, pero la división marca su presente. Duele especialmente que esa fractura afecte a un logro tan esencial, y que impida el consenso en la memoria y el acompañamiento de las víctimas. España necesita puentes. Es imprescindible reconectar las partes desgarradas de su cuerpo político, coordinarlas al menos en las grandes cuestiones de Estado, entre las que figura el terrorismo. El acto del jueves debería haber sido un puente tendido. En cambio, más bien evidenció el foso que separa. Podía haberse pensado mejor.
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