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El otro día estábamos un grupo pasándolo bien en una casa, que ya ves tú, y alguien (el diablo, no tengo ninguna duda) dijo: “¡Foto de grupo!”. Se enrareció el ambiente de golpe, como cuando un desconocido te invita a una fiesta, y poco a poco la gente aceptó el envite. Hubo, pues, foto de grupo. Llevó poco tiempo, unos cincuenta minutos. Se repitió lo normal, hasta que todo el mundo quedó más o menos satisfecho sin que pareciese que en los anteriores intentos alguien pareciese insatisfecho. Hacer repetir una foto de grupo por tu culpa exige un talento finísimo: tienes que ser imbécil sin parecerlo, algo que en España mucha gente ha convertido en trabajo. Nadie había dicho que la foto se subiría a ninguna red social, pero en el ambiente flotaba que seguramente acabaría en Instagram porque es donde acaban todas estas cosas. Además el que propuso la foto, y la chica que la hizo, eran usuarios habituales y activos de esa red. Aquello consiguió que todo el mundo posase muy tenso para la foto, sin exteriorizar los nervios pero con la procesión por dentro, sin saber a qué atenerse y qué preferir: si foto para post o para storie. A veces la vida, sobre todo la que transcurre entre foto y foto, no es más que elegir entre ser una estrella veinticuatro horas o hacer bulto para un feed.

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