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Excluidas por la crisis y la misoginia: así subsisten las vendedoras ambulantes en el metro de Teherán

EL PAÍS

Tiene 28 años, pero es como si ese tiempo le hubiera pasado por encima dos veces. Su rostro está ajado y su espalda, encorvada. Shadi (pide no dar su nombre verdadero) es una de las alrededor de 2.000 vendedoras ambulantes que cada día recorren pregonando sus mercancías el metro de Teherán, según cifras citadas por medios de comunicación iraníes. En el suburbano de esa megaurbe de 16 millones de habitantes, mujeres como esta madre divorciada hallan un precario sustento gracias a esa actividad alegal, la única que a menudo pueden ejercer en un mercado de trabajo en el que muchos empleos les están vedados y que las aboca a esa economía sumergida que tiene como escenario las entrañas de la capital iraní.

La historia de Shadi es la de muchas otras de esas mujeres que arrastran grandes maletas y bolsas por los pasillos del metro y luego exponen su mercancía —ropa, adornos para el pelo, tintes capilares, maquillaje, hasta utensilios de cocina— en perchas enganchadas de las barras de los vagones, sobre todo de los reservados a mujeres, en la cabeza y la cola de cada tren, donde se sienten “más seguras”, explica la joven.

Su perfil abunda entre estas vendedoras. Es una mujer cabeza de familia monomarental, una de las al menos seis millones de iraníes en esa situación, de una población total cercana a 84 millones, según estadísticas no oficiales citadas por la vicepresidenta iraní para Asuntos de la Mujer, Ensiyeh Khazali, en 2022. En el caso de Shadi y de muchas de sus compañeras, se trata además de mujeres sometidas al estigma que en Irán sigue suponiendo un divorcio, independientemente de su causa.

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“Mi marido era adicto a las drogas, se metía de todo y no traía dinero a casa”, explica la vendedora. “Para divorciarme, tuve que demostrar que era un toxicómano y contratar a un abogado que me costó muy caro. Ahora yo mantengo a mis dos hijas y a mi madre, que viven fuera de Teherán. Me gustaría traer a mis niñas a vivir conmigo, pero es imposible. Yo trabajo todo el día fuera y no puedo cuidarlas”, afirma. Shadi se casó “con 17 o 18 años” y solo tiene lo que define como “un diploma de secundaria”.

Muchas de estas trabajadoras tienen un bajo nivel educativo, pero incluso las iraníes con estudios superiores penan para entrar en un mercado laboral que las excluye. El 50% de los licenciados universitarios del país son mujeres, pero la participación femenina en la población activa apenas alcanzaba el 18% en 2019. El desplome de la actividad económica por la covid provocó que ese porcentaje cayera hasta el 14% en 2020, según datos de Human Rights Watch (HRW). Raffaele Mauriello, iranólogo y profesor de la Universidad Allameh Tabataba’i, añade, en una conversación con este diario en Teherán, que las sanciones internacionales por el programa nuclear de Irán han provocado también que “dos millones de mujeres iraníes hayan perdido sus empleos en los últimos años”.

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Ni la crisis económica ni las sanciones explican, sin embargo, por qué esa repercusión en el empleo afecta a las iraníes de manera tan desproporcionada, una lacra que se remite a “las leyes y políticas que discriminan el acceso de las mujeres al empleo, entre otras cosas restringiendo las profesiones en las que pueden trabajar y negando la igualdad de prestaciones a las que trabajan”, criticaba el pasado noviembre HRW. En Irán, es una práctica habitual anunciar puestos de trabajo solo para hombres, sin que ninguna ley castigue esa discriminación. Cuando se contrata a las mujeres, en algunos casos se exige previamente el consentimiento por escrito de esposos y prometidos.

El hartazgo de muchas iraníes ante estas leyes y prácticas misóginas, la imposibilidad de ganarse la vida ―independientemente de lo formadas que estén―, sumado al acoso cotidiano de las fuerzas de seguridad por la cuestión del velo obligatorio, fueron el caldo de cultivo para la masiva participación de mujeres en las protestas contra el régimen de los últimos cinco meses. Esas manifestaciones estallaron tras la muerte bajo custodia policial, el 16 de septiembre, de la joven kurda de 22 años Mahsa Amini, que tres días antes había sido detenida por no llevar bien colocado el hiyab.

Discurso y realidad

El discurso oficial iraní es que en su país no solo no se discrimina a las mujeres, sino que, en realidad, se las protege. En una entrevista la semana pasada con este diario, la vicepresidenta iraní para Asuntos de la Mujer, Ensiyeh Khazali, citó, por ejemplo, la normativa que veta a las mujeres acceder a “los trabajos considerados de menor categoría, como la limpieza de las ciudades, porque si las iraníes ocuparan esos puestos inferiores, no accederían a otros trabajos”.

Vagón para mujeres en el metro de Teherán, el pasado 13 de febrero. Trinidad Deiros

Las iraníes no pueden ser barrenderas —tampoco juezas, militares o presidenta—, pero sí pueden hacer trabajos igualmente duros cuando se considera que se trata de tareas femeninas. Antes de dedicarse a vender gomas para el pelo en el metro, Shadi trabajó en un hotel limpiando “55 habitaciones cada día”. Después, intentó ejercer de vendedora ambulante en la calle, pero lo dejó porque la “acosaban”, afirma sin dar más detalles.

Esta vendedora menciona con recelo —los empleados del metro la conocen y en el andén hay cuatro cámaras de seguridad— otro de los problemas con los que se encuentran estas mujeres: “Una vez tuve que pelearme con los guardias de seguridad, que me quitaron mi mercancía”. Shadi sostiene que no ha sufrido acoso sexual, algo que muchas de sus compañeras sí han denunciado en medios de comunicación iraníes en el exilio.

Los vendedores ambulantes —hombres y mujeres— que despliegan su mercancía en las siete líneas de metro de Teherán, por las que cada día transitan más de dos millones de viajeros, constituyen un microcosmos en el que están representados los colectivos más discriminados en Irán. Entre ellos, abundan las mujeres y los pobres. También hay miembros de las minorías étnicas. Parisa, nombre supuesto de otra vendedora, de 33 años, es mujer, kurda, y su pobreza salta a la vista. En el gélido invierno de Teherán, solo se cubre con una fina chaqueta verde que huele a humedad. Está casada con un hombre que también es vendedor ambulante, pero ambos necesitan trabajar para mantener a sus dos hijos, otra de esas realidades invisibles que el régimen iraní esconde tras la supuesta utopía islamista de mujeres “protegidas” y maridos proveedores. “Es el hombre quien tiene la obligación de mantener a la familia, por lo que muchas mujeres no ven una razón para trabajar”, aseguró la vicepresidenta Khazali en su conversación con este diario.

A los 19 años, Parisa ya estaba casada y era madre de un hijo. Aunque logró aprobar el exigente examen de acceso iraní a la universidad, tuvo que renunciar a proseguir sus estudios por su situación económica. Esta mujer trabaja por necesidad, pero está “orgullosa de ser independiente”. Minu, una universitaria de 28 años que no solo se paga los estudios vendiendo ropa en el metro, sino que ayuda a sus padres, expresa también “orgullo” por su trabajo. Los andenes del metro de Teherán están llenos de vendedoras pobres y precarias, pero independientes y corresponsables de sus familias. Como Shadi, muchas ganan su pan y el de sus hijos en soledad. El exmarido toxicómano de esta mujer apenas le pasa el equivalente de 33 euros de los 111 de pensión mensual por sus hijas que le impuso el juez. “No me importa, que se lo quede todo”, espeta esta madre.

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