Sant Andreu es uno de los barrios periféricos que rodeaban Barcelona y que hoy han pasado a ampliar la extensión de la ciudad. Aquí se construyeron muchas de las fábricas de la edad de oro de la urbe. Y hoy son los restos de algunas de estas factorías –como la textil Fabra&Coats o la de camiones ENASA- las que, paradójicamente, sanean el barrio desde que los sucesivos ayuntamientos han ido reconvirtiéndolas en bibliotecas, pisos de protección oficial o espacios para la organización vecinal. En este marco de monumentos al esfuerzo, todavía relaciona progreso y fábrica, por eso el ladrillo es el color del vecindario.
Así lo entendieron Gustavo Gili Galfetti, Antoni Barceló y Bárbara Balanzó, los arquitectos que unieron fuerzas para diseñar este proyecto, cuando pensaron cómo integrar una infraestructura deportiva de tres pistas polivalentes en el barrio y, más difícil todavía, cómo ubicarla en un solar pequeño (de 7.237 metros cuadrados). La solución pasó por mirar hacia afuera, tratar de entender el lugar antes de pensar, diseñar y cuadrar.
Decidieron que la densidad urbana de la zona tendría un eco en las instalaciones deportivas. Y semi-enterraron dos de las pistas. Eso permitió ceder parte del solar para una plaza pública y mejorar, con ello, el acceso al polideportivo. Solucionada la capacidad del centro, su acceso y su evacuación, el problema pasó a ser otro: cómo llevar luz y cómo ventilar las salas semienterradas.
Con la solución volumétrica compleja queda reducido el impacto visual del edificio en el barrio. Lejos de ser un inmueble que fraccione el lugar, al contrario, se añade a las construcciones vecinas al hablar el idioma común de la cerámica. “La recuperación revisitada e intencionada de la memoria de las antiguas fábricas, almacenes, naves y talleres que abundan en la zona solucionó el rostro del edificio pero, como sucedía con las fábricas, también sus acabados: no hacía falta añadir más señas de identidad”.
Por eso, además de dar un paso atrás y favorecer la coherencia del barrio por encima de anunciar la llegada del gimnasio, las fachadas de obra vista hablan también de futuro: son de bajo mantenimiento, alternan vacíos y llenos, partes opacas, traslúcidas o transparentes, piezas cerámicas de formatos y colores diversos con la intención de aligerar el conjunto, otorgándole una textura, un grano, un “pixelado” vibrante al volumen construido, adaptándose su vez a las distintas orientaciones.
Así el edificio tiene celosías en fachadas expuestas protegiendo las pistas de la radiación solar y de los posibles deslumbramientos o, al contrario, grandes paños vidriados en la parte inferior de la fachada norte abriéndose a la plaza de acceso. El volumen está rematado por una cubierta formada por bóvedas invertidas que enlazan con el orden y la presencia de las cubiertas de las naves vecinas, integrándolo formal, material y cromáticamente, en el contexto. Ese remate curvilíneo de las bóvedas ayuda a aligerar la volumetría y construye su expresión formal.
En el interior, las pistas quedan superpuestas en torno a un cuerpo central que contiene vestuarios, almacenes, servicios, circulaciones (horizontales y verticales) e instalaciones. Además, al semienterrar una parte importante del edificio aumenta la inercia térmica y el resultado es un premio: las medidas adoptadas para no ocupar totalmente el solar, para llevar la ventilación cruzada e iluminación natural hacen que el consumo energético del gimnasio se reduzca. La utilización de las energías renovables reduce la demanda energética y el edificio ha obtenido el certificado de ahorro energético Leed Gold. Atento, considerado, exigente y autoexigente. Así es este polideportivo con rostro de ladrillo e interior amplio y ventilado.
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