Experimento musical con uno mismo


El neurocientífico Mariano Sigman ha ido contando por el mundo la buena nueva: uno puede aprender casi todo a casi cualquier edad (exceptuando ciertas estructuras lingüísticas que solo se aprenden en la niñez). Y como no hay cosa mejor que predicar con el ejemplo, ya en su madurez se ha puesto a aprender música para sacar un disco: nunca es tarde.

El álbum se llama Experimento (Limbo Music). Aunque entre neurociencia y experimentación pueda parecer que hablamos de un artefacto de electrónica rara, se trata de canción de autor intimista. “¿Quién no quiere hacer un disco?”, se pregunta. “Lo que pasa es que la vida luego nos va llevando por otros derroteros…”. En algún tema ha contado con la colaboración de figuras como su amigo Jorge Drexler. El arte y la ciencia son para Sigman dos maneras “contiguas” de explorar el mundo.

Recibe en su casa de Madrid. Es alto, algo más flaco que en sus exitosas charlas TED, la voz igual de grave y pausada. Habla de Borges, y de ajedrez, y del apocalipsis. Sobre el suelo del jardín caen las hojas de un viejo eucalipto. La canasta y la portería dan pistas sobre la presencia cercana de sus hijos (de 9 y 11 años), y la guitarra blanca tipo Les Paul, de la pasión por la música. Para este disco estudió dos años composición e interpretación. La composición se le dio mejor, quizás por su aguda mente matemática. “La interpretación me cuesta horrores”, cuenta. “El canto fue la gran montaña que tuve que escalar. Creo que ha quedado bien, pero a cambio de un esfuerzo brutal”. A lo largo de 11 canciones, el científico ha sido el observador y el observado al mismo tiempo. Escuchar y trabajar su propia voz ha sido como asistir a una nueva desnudez, a una faceta inexplorada de sí mismo, a otro lado de su propia identidad. “El canto es una herramienta fundamental para llevar la atención a un sitio olvidado”, dice, “para descubrir cómo tu respiración se vincula con el mundo a través de la voz”.

Aunque nació en Argentina (1972), solo recuerda su infancia en Barcelona, adonde llegaron sus padres huyendo de la dictadura militar. De vuelta en Buenos Aires, aprovechó su facilidad matemática innata para estudiar Física y luego acometer un doctorado en Neurociencia. Ha dirigido laboratorios de investigación, ha publicado más de 200 trabajos en revistas científicas y ahora va por libre (“como un freelance”). A veces, la ciencia necesita grandes recursos, pero Sigman es de esos investigadores que pueden generar nuevo conocimiento con un lápiz y un papel o un ordenador. Basta con tener buenas ideas. Se ocupa ahora en la música y la divulgación (uno de sus éxitos es el libro La vida secreta de la mente, publicado por Debate), una de las cuentas pendientes de la comunidad científica.

La pandemia le ha dado que pensar: “Éramos una generación que había vivido la paz y de pronto nos vimos inmersos en un experimento colectivo”, dice. Sigman se puso a reflexionar sobre cuestiones como el origen del miedo o la necesidad compulsiva de comprar papel higiénico, fuertemente radicadas en el funcionamiento de nuestro cerebro. La comprensión pública de la ciencia ha sido, de hecho, un reto en este proceso traumático. “Hoy la gente demanda certezas, pero la ciencia ofrece más bien dudas y verdades provisionales”, concluye. “No es la postura que está de moda”.


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