Tutti Fratelli (Todos Hermanos) es el lema que guía a la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja (IFRC, en sus siglas en inglés), la mayor red humanitaria de voluntariado del mundo. Su presidente, Francesco Rocca (Roma, 57 años) cree que esas dos palabras encierran una ética. Por teléfono desde Ginebra, este abogado italiano recordó el miércoles pasado quién acuñó ese lema. No fue Henry Dunant, el filántropo suizo que fundó Cruz Roja tras la batalla de Solferino, en 1859, sino las mujeres de ese pueblo y de otra localidad del norte de Italia, Castiglione, que socorrieron a algunos de los 38.000 soldados que yacían tras aquella contienda muertos, moribundos o heridos. Muchos eran austriacos; eran el enemigo, pero pudo más ese “todos hermanos”, recalca Rocca. Ese “espíritu de reconocer la humanidad de todas las personas” es el mensaje que el presidente de la IFRC aspira a transmitir esta semana en Nueva York a los poderosos de este mundo, reunidos en la 77ª Asamblea General de la ONU. Y urge hacerlo, sostiene, pues el mundo afronta una crisis “sin precedentes”, que requiere de “cambios sistémicos” en la forma de abordarla.
Pregunta. ¿Por qué Cruz Roja habla de crisis “sin precedentes”?
Respuesta. Para empezar por las cifras, que son enormes. Cuando hablamos hoy de crisis alimentaria, estamos aludiendo a 140 millones de personas que afrontan una fortísima inseguridad alimentaria. En el Cuerno de África, hay 22 millones de personas que están en riesgo de morir de hambre. Y eso a causa de los conflictos, las emergencias relacionadas con el clima, las dificultades económicas y los obstáculos políticos. Esta situación se ha agravado además porque esos conflictos dificultan el acceso de los trabajadores humanitarios, que sufren ataques cuando tratan de socorrer a las víctimas. A ello se suman fenómenos cada vez más extremos, como el cambio climático, la desertificación y la sequía en África. Por todo ello, esta situación no tiene precedentes.
P. ¿Las crisis se están multiplicando?
R. Yo no recuerdo un periodo con unos desafíos tan enormes para los [trabajadores] humanitarios. Salimos de dos años de covid; con catástrofes como la de las inundaciones en Pakistán. En Siria hay seis millones de personas desplazadas que carecen de todo. Persisten guerras como las de Yemen y Tigray (Etiopía) y, por supuesto, Ucrania. Podría enumerar una larguísima lista de crisis, que solo agravamos o pensamos que se resuelven mandando comida y tiendas de campaña y así nos limpiamos la conciencia. Y los trabajadores humanitarios sentimos una cierta frustración. Tantos años después de movimientos como el We are the world (1985) por la hambruna en Etiopía, seguimos en los mismos países, con la misma situación y en un contexto mundial mucho más grave, cuando hoy tenemos la capacidad tecnológica para anticiparnos a muchas de estas crisis e intervenir de forma preventiva para no asistir a los desastres que se están produciendo. Podemos predecir la magnitud de un ciclón, la sequía, las hambrunas. Y los datos nos dicen que, cuando esto se ha hecho con criterio, se han salvado muchas vidas.
P. ¿Y por qué no se hace?
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R. Falta voluntad política. Es vergonzoso que, décadas después, en estas zonas no haya habido intervenciones estructurales a largo plazo, ni se hayan creado las condiciones socioambientales para crear las condiciones de eso que se llama resiliencia, las condiciones de base que permiten resistir a los desastres. Sobre el cambio climático, debemos tomar conciencia del precio que pagaremos por nuestra pasividad, no solo nosotros sino las generaciones futuras. Creo, sin embargo, que lo que prevalece son los intereses políticos del momento, que, en un mundo cada vez más polarizado, no son los que convienen al interés general.
P. ¿La acogida a los refugiados ucranios ha demostrado que, cuando hay esa voluntad política, se puede socorrer a las víctimas?
R. La respuesta de los países occidentales a los movimientos de población de Ucrania demuestra que cuando hay voluntad política y los medios de comunicación siguen con la atención que merecen las vidas humanas, el resultado es positivo y hay una capacidad solidaria y de empatía. Pero el trato a las víctimas no debería ser como un torneo de fútbol, donde hay una liga de primera y otra de segunda. No puede haber víctimas de serie A y otras de serie B.
P. ¿Los migrantes muertos en el Mediterráneo son víctimas de clase B?
R. Nosotros hacemos una lectura humanitaria de lo que sucede en el Mediterráneo; es decir, la de la obligación de salvar vidas. Cada país tiene el derecho de gestionar sus fronteras, nadie lo pone en discusión, pero lo cierto es que, en Europa, tenemos problemas en salvar vidas y en organizar corredores humanitarios para dar seguridad a las personas que tienen derecho a protección, según las leyes del derecho internacional. Y repito, nosotros no hacemos una lectura política de lo que sucede con los migrantes, porque aquí no se salva nadie. Con gobiernos de izquierdas y de derechas, en los países europeos hay centros de detención para migrantes. Los Estados tienen derecho a proteger sus fronteras, no lo discutimos. Lo que criticamos es el trato inhumano, la falta de dignidad, que se arrebata a tantas personas, la despersonalización, la deshumanización.
P. Usted ha dicho “detrás de las cifras, hay personas reales”.
R. Cuando preguntas, cuando te sientas a hablar con ellos, constatas su condición humana. Detrás de cada desaparecido en el Mediterráneo, hay una madre, un padre, una hija, alguien que espera noticias. Hay que volver a poner al ser humano en el centro. Y veo que estamos perdiendo esta capacidad. Hasta en la elección de las palabras. Cuando un migrante llega a nuestros países, sin tener en cuenta sus circunstancias, si tiene derecho a protección internacional o no, se le tilda de clandestino. Y esta definición prevalece sobre la identidad de la persona, que detrás tiene una historia que desconocemos. En esto es esencial el papel de los medios de comunicación, que pueden contar las historias que hay detrás de los números. El discurso de la humanidad no es retórico para nosotros. Y un símbolo de ese discurso es ese abrazo, maravilloso, que esa pobre muchacha, voluntaria de Cruz Roja Española, [Luna Reyes] dio a ese joven africano que lloraba en la playa de Ceuta [Abdou, un migrante senegalés que después fue expulsado a Marruecos] y por el que la cubrieron de insultos. Ese abrazo muestra nuestra voluntad de reconocer al ser humano que en ese momento está viviendo una pesadilla. Y nos gustaría que eso no se perdiera.
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