Francia se ha instalado en un territorio político peligroso. El buen resultado de Emmanuel Macron en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, celebrada el domingo, es tranquilizador. El actual presidente no tiene nada ganado, pero parte con ventaja para poder derrotar, el día 24, a la ultraderecha de Marine Le Pen en la segunda vuelta y evitar así un cataclismo de la democracia en Francia y también en Europa. Y, sin embargo, estas elecciones, en las que los partidos históricos del centroderecha y del centroizquierda han quedado al borde de la extinción y las fuerzas populistas de todo signo constituyen una mayoría, emiten señales preocupantes. Francia no es un país cualquiera: es una democracia fundamental en la Unión Europea, potencia nuclear y miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU.
La catástrofe en las urnas es inapelable para el Partido Socialista, cuya candidata Anne Hidalgo no alcanza el 2% de los votos, un nivel propio de una fuerza extraparlamentaria. Miembro de la familia socialdemócrata europea, el partido de los presidentes François Mitterrand y François Hollande contribuyó decisivamente a la construcción de la Francia moderna y a la integración de la UE. Los Republicanos (la antigua Unión por un Movimiento Popular —UMP— de Nicolas Sarkozy y antes la Agrupación por la República —RPR, en sus siglas en francés— de Jacques Chirac, heredera del gaullismo) solo salen un poco mejor parados. Pero su candidata, Valérie Pécresse, queda por debajo del 5%. Juntos, los partidos que se alternaron desde los años ochenta y vertebraron este país no alcanzan el 7% de los votos.
Lo ocurrido en estas elecciones es el desenlace de un proceso que se puso ya en marcha en las presidenciales de 2017, que ganó Macron con un proyecto que despertó grandes expectativas pero que perdió fuelle al transformarse en una colección de recetas económicas desligada de las necesidades de los sectores más frágiles. Ahora ese proceso se ha acelerado. La agonía de los grandes partidos históricos deja un campo en ruinas tanto en la derecha como en la izquierda moderadas, y Francia pierde a dos formaciones europeístas y atlantistas que han defendido una economía de mercado regulada por la intervención del Estado y la redistribución. Queda un paisaje tricéfalo que revela cuánto ha cambiado la llamada vieja política, y se imponen unas formaciones que poco tienen que ver con la forma de gestionar los asuntos públicos que dominaba hasta hace solo unos lustros. En medio se sitúa el centro amplio de Macron, que incluye —entre sus dirigentes y entre sus votantes— a antiguos socialdemócratas y a desencantados de Los Republicanos. Y a ambos extremos, la derecha nacionalista y populista de Le Pen y la izquierda populista de Jean-Luc Mélenchon, el tercer candidato más votado, muy cerca del partido de ultraderecha.
No es culpa de Macron —ni tampoco de Le Pen ni de Mélenchon— que tanto socialistas como republicanos, víctimas de su indefinición ideológica, sus querellas internas y su desconexión con los desafíos de este mundo, se hayan inmolado y que sus electores se hayan pasado en masa a otras formaciones. Pero Macron lo ha aprovechado para consolidarse como única opción del sistema. Juega con fuego. Tanto Le Pen como Mélenchon, desde posiciones antagónicas en asuntos como la inmigración pero coincidentes en la retórica del pueblo contra las élites, impugnan el sistema. En Francia ha dejado de existir una posibilidad de alternancia en el consenso. Es una receta para la inestabilidad en Francia y un riesgo para Europa.
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